Viernes, 18 de julio de 2008
En Barcelona
La cara cambiante de la luna ya ha visto demasiadas veces a Noa visitando mi cama. La otra noche apareció con una rosa roja.
—Una semana —musitó, y empezó a besarme.
Tío Bernard no nos había encontrado nunca, no sospechaba nada. Mi plan se estaba desmoronando, pero no me atrevía a echarlo atrás. No disfrutaba. No lo hacía por diversión. Descargaba todo mi odio en aquellos minutos para mí interminables.
—¡Au! —se quejó —. No me muerdas tan fuerte, Astrid.
A veces se me iba la mano, o los dientes, pero mi ira era más fuerte que yo misma y, quizá, si él gritaba Bernard aparecería por la puerta y le echaría, me regañaría, me rogaría que no volviera a hacerlo, pero sólo soñaba despierta mientras Noa reptaba sudoroso por mi piel.
Empezaba a perder la esperanza a medida que Noa la reforzaba. Ambos teníamos un deseo: que nuestro amor fuera correspondido. Pero la noche no prometía nada, sólo nos permitía yacer escondidos y jadeantes en sus tinieblas. Él, por designios del corazón, sin querer contemplar su traición. Yo, por sentimientos más viscerales, recordando a cada momento la sonrisa de una amiga, su cariño y fidelidad, su corazón roto si se enteraba de todo aquello.
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