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Isabel Del Rio, Isabel del Río Sanz, @IsabelDlRio y @miransaya
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domingo, 11 de noviembre de 2018

Anne


Os he hablado mucho de Carrie, la protagonista de Rojo sobre Negro, pero en esta ocasión quiero ahondar un poco en un personaje que comparte con ella el protagonismo: Anne.
Anne llega a conocer a Carrie por una situación excepcional en su familia y, así como Carrie tiene un núcleo familiar fuerte, Anne es la representación de la soledad más profunda; un alma buena arrojada a los lobos.
Tras sus cabellos rubios y su mirada de hielo, se esconde la misma pasión por los libros que siente Carrie, algo que servirá de nexo de unión entre ellas. Un punto de partida que las llevará a conocerse más allá de lo que creían posible, y a entender frases de poemas y novelas que creían parte de la fantasía de los autores.
Anne es un personaje femenino fuerte y silencioso. Pero silencioso, no porque otorgue, sino por su conociemiento sobre lo que se esconde tras el velo.
Este personaje nació de un recuerdo de infancia que quise desarrollar. Me siento identificada con muchos aspectos de Carrie, pero Anne tiene ese carisma que no te deja indiferente.
Cuando releía por primera vez la historia, me descubrí enamorándome de ella, como uno se enamora de esos personajes a los que le gustaría conocer en la realidad, para conversar con ellos con una taza té y, en caso de Anne, compartir conversaciones de literatura y ratos al piano.
Y es que no hay amor más puro que el que sentimos en la infancia. Esas amistades que de adultos recordamos con una especie de cariño agridulce, como una fotografía en sepia que nos resulta vagamente cercana y al mismo tiempo inalcanzable.
«… tras mi trece cumpleaños, tuvimos una invitada. Durante un año se mudó con nosotros una chica noruega. Anne era mayor que yo, hija de una compañera de mamá. Unos problemas familiares la obligaban a viajar a su país y pidió a mis padres si podían hacerse cargo de Anne durante el curso. Mi madre se vio reflejada en aquella madre soltera que, de pronto, se encontraba a cargo no sólo de su hija, sino de una madre enferma a medio mundo de distancia.
Al principio se me hizo extraño compartir habitación con ella. Mis padres acoplaron una cama supletoria junto a la mía y recuerdo sus sollozos cuando creía que todos dormíamos.
Anne era callada, pero muy amable y, según pasaban las semanas, empezó a acercarse a mí. Al principio me observaba. Me hacía gracia que se ocultara tras los libros como yo, aunque los suyos eran sobre mitología; tema que la fascinaba. Después empezó a compartir conmigo algunas de sus lecturas e incluso leíamos a cuatro manos.
(…)
Nos gustaba debatir sobre nuestros distintos puntos de vista. Uno de los libros preferidos de Anne era una edición antigua de La Odisea, un tomo viejo con cubiertas deshechas y páginas amarillas que daba miedo tocar. Lo trajo con ella entre sus pocas pertenencias y nunca se separaba de él; creo que era lo único que le quedaba de su padre. Yo conocía muy bien la historia gracias a mi madre, quien me la había relatado en mil ocasiones cuando era pequeña, y entre Anne y yo siempre hubo polémica en torno a su héroe.
(…)
Anne desprendía un aura arcana e inalcanzable. Exudaba melancolía y su belleza era indudable, pero al mismo tiempo efímera y volátil, como si pudiera quebrarse con un soplido. A veces sentía que si alargaba los dedos hacia ella, se convertiría en ceniza.
Ausentes de lo que nos rodeaba, pensábamos en ese mundo extraño y lejano en el tiempo, donde las mujeres eran hechiceras o princesas, y los hombres viajaban dejando corazones rotos en cada isla.»
Fragmento de ‘La Invitada’, de Rojo sobre Negro