Junto
con Max, pues ese era el nombre del hombre de la ventana, alzamos la puerta y
la volvimos a colocar en su lugar.
—¿Un
té? —preguntó encendiendo el fuego de la cocina, separada del salón y de la
ventana tan sólo por una barra americana.
—Sí,
gracias —acepté sin mucho convencimiento.
Max
continuaba vigilándome con suma cautela, mantenía un ojo sobre mí en todo
momento y yo no se lo reprochaba. Según me había contado, se le habían
aparecido tres seres desde los primeros copos de nieve, todos ellos muertos
hacía años. Se parecían las mismas personas que él recordaba, aunque su piel
era azulada y sus voces parecían livianas y lejanas. Verme a mí, mientras
correteaba ataviada con un vestidito de verano, lógicamente le hizo recordar
aquellas escalofriantes visitas, y seguro que esperaba que realmente fuera un
fantasma.
—Entonces…
¿No tienes frío? —preguntó señalando mis pies descalzos.
Negué
con la cabeza y miré por la ventana al edificio de enfrente. La vida parecía
haber tomado sólo aquella habitación. El resto de la ciudad permanecía en
letargo.
—¿Y
cómo es eso posible? —Con cada pregunta parecía menos temeroso y más interesado
por mi condición.
Dejó
caer una bolsita de té en una taza y la llenó de agua humeante antes de
tendérmela. Yo alargué los dedos y la rocé. El calor me resultó desagradable e
inquietante, así que en el momento que él la dejó ir me concentré para que el
agua se congelara por completo. Algo que no pasó desapercibido para Max.
—¿Cómo
lo haces? Por favor, explícamelo. Todo lo que está ocurriendo es de locos. No
he podido comunicarme con nadie desde que la tormenta arreció y las únicas
personas que he visto… Bueno, si puedo llamarlas así, querían matarme.
Sus
ojos castaños se tiñeron de tristeza al pronunciar aquellas palabras, pero en
seguida se recolocó un mechón tras la oreja y sonrió.
—Puesto
que no tenemos mucho que hacer, ¿qué te parece si me lo cuentas?
Al
observarle caminar, estudiar sus agradables facciones y su porte, me di cuenta
de que la antigua Beth habría caído a sus pies, pero ahora no sentía nada, para
mí era un animal débil que me hacía la boca agua como una hamburguesa completa.
Aunque su forma de hablar y actuar me resultaban curiosas... Era un personaje
fascinante y había logrado sobrevivir por sus propios medios a lo que había
terminado con el resto de la ciudad.
—Es
largo de contar, pero digamos que me convirtieron. Antes de la nevada yo no era
así —respondí sentándome junto a él frente a la ventana—. Y tú, ¿cómo has
sobrevivido?
Su
sonrisa se torció un segundo y después miró una pila de libros que había junto
a una chimenea encendida.
—Gracias
a mi pasión. Soy escritor y siempre me han fascinado las historias de seres
fuera de lo común, entre ellos los fantasmas. Según las leyes de algunos
pueblos esquimales, has de envolver a tus muertos en pieles o éstos volverán a
levantarse. Te parecerá extraño, pero esos seres no soportan el calor, así que
he estado quemando libros y manteniendo la habitación sellada desde que lo
descubrí.
Max
hablaba con naturalidad, como quien explica a un amigo algo que le acaba de
suceder en la cola del banco. Quizá había perdido la cabeza, pero en su
situación, ¿quién no lo habría hecho? ¿Y quién decía que yo podía juzgar la
cordura de una persona?
—No
puedes quedarte aquí —sentencié.
Él tomó
un sorbo de su té y volvió a recorrerme con la mirada.
—¿Y a
dónde quieres que vaya? —preguntó.
—Vendrás
conmigo. Yo cuidaré de ti.
Su
sonrisa se ensanchó y terminó su taza de dos tragos.
—Muy
bien, ya estoy listo —dijo calzándose unas botas de montaña.