Jueves, 30 de octubre de 2008
En Barcelona
Después
del viaje, Laura está distinta conmigo, quizá es que yo también lo estoy con
ella, y creo que Bernard se ha dado cuenta porque ha dejado de presionarla para
que se marche.
Al
llegar a casa me preguntó si todo había ido bien y, cuando le dije que sí, que
habíamos hablado y que ahora podía entender un poco por qué se había portado
tan mal conmigo, él sólo bajó la vista y preparó la comida en silencio.
Riiing…
Riiing…
El
teléfono suena. Salgo corriendo de la habitación y dejo mis pinturas tiradas por
el suelo. Descuelgo sin aliento.
—¿Diga? —pregunto.
—Eh…hola…
¿está Bernard?
Esa
voz… La reconozco.
—¿Mario?
Silencio.
No ha colgado, su respiración entrecortada e incómoda sigue ahí.
—Hola,
Astrid.
—Hola…
Cuánto tiempo —digo
emocionada.
—No
quería hablar contigo —oigo en mi cabeza —, le
asquea verse obligado a conversar con la niña molesta que lo enredó…
—No, no
está Bernard —mi
voz suena lejana, ajena.
—Bueno...
quería hablar con él...
—¿Ves?
Quería hablar con Bernard, no con la puta de 13 años que sueña con él cada
noche —Risas
y más risas resuenan en mi cerebro.
—¿Y tú
qué tal? —pregunta.
Me
muerdo la lengua para contener las palabras que iban a salir por mi boca.
Saboreo el metal carmesí, caliente y líquido, y contesto.
—Está en
la librería, si quieres te doy el teléfono de allí, aunque está muy ocupado y
puede que no te lo coja… También puedo tomar nota del tuyo y él te llamará
luego.
—Desearías
que te dijera que no hace falta, que te contara cuánto te añora… —Su
sorna agujerea desde dentro mis oídos.
—Bueno...
dame el de la tienda... Yo lo llamo —responde Mario.
Lo
musito mecánicamente. Trato de contener el dolor de cabeza que lucha por salir
entre mis dientes; un grito de auxilio en forma de afilados reproches.
—Adiós —digo.
Cuelgo.
—Niña tonta.
¿Te resistes? ¿Cuánto crees que aguantarás con el dolor que te consume?
—Déjame
en paz, déjame… —Las
lágrimas se desbordan y corro a refugiarme en mi habitación para que nadie me
vea así.
Laura
se cruza conmigo en el pasillo. Me para y me agarra por los hombros.
—Astrid,
¿estás bien? ¿Qué ocurre?
—Nada —respondo
secamente.
—Vamos,
Astrid, ¿qué ha pasado? ¿Ha sido Bernard?
—¿¡Ahora
te preocupas zorra?! —grito —. Me
abandonaste y ahora me he convertido en un monstruo como tú.
El
portazo resuena en el pequeño piso. Escucho romperse el espejo del pasillo al
chocar contra el suelo.
—Yo no
he sido… no he sido… —susurro entre hipidos —. Yo no
quería…
—Eso da
igual, pronto harás lo que yo te mande.
Es
alto, de cabeza cuadrada y rasgos marcados. Sus ojos son azules, como los de
papá, y me hielan el alma. Es demasiado fuerte.
(Fragmento
enlazado con el nº110 de Mario)
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