miércoles, 26 de enero de 2011

Astrid, capítulo 53: Joan


Martes, 26 de agosto de 2008 (9.30h)

En Barcelona

Les observo. Tío Bernard le ha preparado un té y se han sentado en la mesa del segundo piso, uno frente al otro.

—Espera abajo, Astrid. Atiende a los clientes, si aparece alguno.

Una palmadita en el hombro y una sonrisa. Desaparece escaleras arriba con el hombre de aguas cambiantes.

Media hora ha pasado, tío Bernard habla más que el extraño. No me gusta.

Oigo susurros desde que ha puesto sus pies, su alma, en Babilonia. Tres voces, luchando, tratando de imponerse; una es más fuerte, ésa me da escalofríos. No comprendo lo que me dicen, pero sé que tiene que ver con él, tienen que ver con las pesadillas en las que aparece el niño. El niño, sus ojos y el río.

Ahora bajan.

—Astrid, te presento a Joan, nos ayudará unos días con la tienda —Tío Bernard lo señala.

Él me busca, espera mi aprobación. Sonrisa forzada cubre mi rostro. Joan se acerca, me da dos besos, helados, ardientes…, dolor en mis pulmones, la corriente me arrastra, la negrura me absorbe, unas manos me rescatan y de nuevo aquellos ojos. Los murmullos más fuertes se han impuesto en mi mente.

—¡Ayúdame, ayúdame! —grito.

Astrid, capítulo 52: De nuevo sus ojos


Martes, 26 de agosto de 2008 (8.45h)

En Barcelona

Creí comprender qué tenía que hacer cuando leí la carta, ¿pero cuánto tiempo llevo ya aquí? Demasiados asuntos pendientes.

Noa ha decidido desaparecer una temporada y Tánit ha vuelto al pueblo. Ahora estamos sólo tío Bernard y yo. Por suerte Alicia se fue de viaje, creo que dijo a Londres, aunque poco me importa, como si decide no volver…, mejor si decide no volver.

Falta más de una hora para abrir, pero tío Bernard quería limpiar, todavía no ha logrado poner en orden todo. Recojo, quito el polvo y apilo libros. Escucho un ruido sordo, puños que golpean la verja metálica. ¿Quién puede ser a estas horas? Más golpes, nerviosos, con prisa, impaciencia, furia, ansia…

Corro hasta la puerta. La campanilla suena como un mal presagio. Agarro la verja y la impulso con todas mis fuerzas. Retumba. Sus ojos me atraviesan. El extraño ha vuelto. Un río en su mirada, una sonrisa en sus labios, pero ¿quién está ahora tras la máscara?

Astrid, capítulo 51: El tesoro


Martes, 29 de julio de 2008

En Tenerife, Puerto de la Cruz

El jardín de las orquídeas de la mansión de Litre era uno de los paisajes más usuales en los bocetos de papá.

Tío Bernard aceptó gustoso a llevarme a verlo sin saber cuál era el motivo que me empujaba a querer conocer aquel lugar.

—Te aviso de que el jardín botánico es mucho más grande y bonito, no te desilusiones, ¿eh?

Le dije que sólo quería dibujar un poco y que, seguramente, allí estaría más tranquila, con menos concurrencia.

Una señora rubia y joven, pero de facciones cansadas, embutida en un traje típico canario, nos tendió dos tíkets y un mapa del lugar con unas líneas de historia. Tío Bernard pagó el coste.

Con la cámara en mano se dedicó a fotografiarme con árboles, orquídeas, lagos y bonsáis, de fondo.

—Me gustaría dibujar —comenté intentando apresurar nuestra separación.

—Vale, vale… —sonrió —. Yo iré a tomar un café al bar, allí te espero.

Su figura alta y protectora desapareció por uno de los paseos de piedra rodeado por arcos con flores violeta y carmesí.

Ahora sí, a solas, me atreví a pasear abierta a mi intuición. No recordaba nada de aquel lugar, ¿era posible que mi padre, tras tanto pintarlo, nunca me hubiera llevado?

Entonces, como una revelación, ante mi apareció un pequeño campo de criket alfombrado en verde césped y custodiado por dos dragos centenarios.

—El criket era un juego muy popular en Inglaterra que fue adoptado por las clases altas de Europa… —palabras de mi padre, ¿pero cuándo y con qué objetivo me explicaría aquello? —. Cuando un pirata quería esconder algo valioso, buscaba un terreno seguro y bien señalizado, donde nadie fuera a buscar. Dos palmeras, o una extraña roca podía mostrar el camino y las cruces indicaban el lugar.

Dos dragos, el campo de criket y una piedra bajo mis pies con una cruz surcándola. A diez pasos otra, y otra… Las seguí y me condujeron de nuevo al campo. Algo fallaba en mi razonamiento o le estaba buscando sentido a recuerdos esquemáticos, a la creciente locura de mi padre, a la mía propia.

—Era muy sencillo jugar, sólo se trataba de introducir una bola con un martillo por el arco de metal.

Los arcos. En perpendicular a la cruz central había un arco blanco, justo en medio del paso de los dos dragos. Un lado, otro. Nadie. Me arrodillé en el césped y miré a través del arco, dando la espalda al inicio del juego. Una baldosa pintada con un hombre contemplante apareció en mi campo de visión. Corrí hacia allí. Mi cuaderno, mi bolso, cayeron al suelo. La rodilla derecha se peló en contacto con la fría piedra. Sin motivos golpee el dibujo y la superficie cedió, desplomándose hacia delante. Un hueco oscuro y lleno de telarañas apareció con la boca abierta. Apretando los dientes, con los ojos cerrados, introduje la mano, la muñeca y el antebrazo, hasta el codo, sintiendo la humedad, las pegajosas telas y patitas recorriendo mi piel. Luché por no apartar la mano. Finalmente, di con algo más resbaladizo que el resto. Estiré y lo saqué.

En una bolsa de plástico sucia y embadurnada hallé un sobre. Lo abrí sin esperar, sin recolocar la baldosa. Una carta me esperaba en su interior, las primeras frases de la cual eran:

<

Si estás leyendo esto es que no he podido salvarte. Perdóname.>>






Astrid, capítulo 50: Bocetos y una figura en la ventana


Lunes, 28 de julio de 2008

En Tenerife, Puerto de la Cruz

La mañana me despierta con un mar de nubes por sombrero. Puedo escuchar el romper de las olas en el escarpado precipicio que da a la cala. Oigo el chapoteo de tío Bernard nadando en la piscina del pequeño apartamento a través de la ventana entreabierta de la que, estos días, hace las veces de mi habitación. Pequeños detalles de aquel cuartucho con dos camas individuales, mesita de noche central, persianas gastadas y armario azul desconchado, me traen sonidos y aromas de infancia: sal y loros, papas y mar…

Levanto la persiana y me asomo al alféizar, de rodillas sobre la sábana arrugada como el papel de un regalo ya desenvuelto. El agua choca contra las rocas de lava endurecida y fría convirtiéndose en espuma y gorgoteos, su superficie es negra, como un trozo de obsidiana pulida en forma de cuchillo; el mar cortante, hiriente…

En la playa veo a Carbón, junto a su caseta destartalada de pescador, arreglando una red. Me quito el camisón y lo cambio por un vestidito de playa azul cielo, me lavo la cara y con un plátano me dirijo hacia donde he visto al viejo marino.

—Buenos días —entono.

Al principio no responde, se queda parado, contemplando un desgarrón en la red. Saca una navaja curva y corta un trozo de cuerda. Se pone a tejer.

—Buenos días sirena, ¿no es muy temprano para que estés aquí? ¿Dónde anda tu protector?

Sonríe, pero parece preocupado, pensativo.

—No podía dormir. Además, es una buena mañana para pintar —Le muestro mi libreta y dos lápices —, haré algunos bocetos.

Sus ojos son el mar. Estoy segura de que si le cortara saldría oscura agua salada de sus venas.

—¿Tu también pintas? De tal árbol…

—Hace poco que supe que mi padre lo hacía, y eso me animó a probar.

Intento dibujar lo más parecido a una sonrisa, el gesto tantas veces ensayado ante el espejo. Me contempla. Él ve más allá de las apariencias. Lo sé.

—No deberías pintar tanto, niña —me aconseja terminando el zurcido.

—¡¿Por qué!? —pregunto alterada. No me gustan los enigmas.

—Tengo muchos dibujos de tu padre, él me los regalaba, y pude ver cómo cambiaba en ellos.

—¿Dibujos suyos?

Asiente y se levanta, hace un gesto para que le siga dentro de la caseta de maderos recogidos por la marea. Para mi sorpresa, todo en su interior está cuidado y ordenado. A un lado, como un templo o un altar, hay una inmensa colección de bocetos de mi padre: atardeceres en negro y gris, playas, costas, aguas revueltas, y… Mi corazón golpea mi pecho con furia. El viejo pirata me sujeta cuando las fuerzas me abandonan. La misma casa en llamas de mi dibujo me contempla desde la vieja hoja amarillenta, pero una sombra vigila desde una de sus ventanas.

Astrid, capítulo 49: Pizza y pasta


Domingo, 27 de julio de 2008

En Tenerife, Puerto de la Cruz

El último pedazo de pizza se derrite en mi boca junto al queso y la salsa napolitana. Me estiro satisfecha. Tío Bernard da buena cuenta de su plato de spaguetti carbonara.

Levanto la vista del plato. Sentada a nuestra derecha está la perenne figura de la mujer del dueño del ristorante, seria, dura, pero de rostro amable y con una dulce sonrisa dispuesta para todos sus clientes. Tras la barra, dando órdenes en voz alta, charlando en italiano con sus paisanos, y amasando una nueva masa, el dueño, delgado, escurrido como su pasta, de poco pelo liso y fino, con unos ojos que imitan las nubes que siempre adornan el cielo de la isla.

El amor fue lo que le hizo establecerse, no el amor a una mujer, sino a una roca surcada de verde y golpeada por las olas saladas.

Carbón pasa cargando con un saco desde el puerto y saluda a Toni, el dueño, éste le devuelve el saludo con un grito al mismo tiempo que el primero deja escapar algunas obscenidades en forma de piropo para la simpática camarera canaria de piel de fina arena y ojos castaños.

—A tu padre le gustaba —comenta tío Bernard.

—¿Mmm…? —Vuelvo de mi ensimismamiento.

—Este sitio. El viejo apartamento junto a la playa, este restaurante, Toni, la taberna, el Teide, le gustaba incluso Carbón —Se limpia la boca y se relame —. Durante una temporada dijo que si tu madre estaba de acuerdo os traería a vivir aquí, que arreglaría la casucha y vendríais.

—¿Y qué lo hizo cambiar de opinión?

Recordaba sus risas en las playas de arena negra y caballitos de espuma blanca.

Tío Bernard, callado, revisa el pequeño restaurante familiar de mesas y sillas de madera, paredes naranja, techo de crema y manteles a cuadros que el viejo pompeyense regenta. El horno desprende un agradable aroma a orégano y tomate.

—Un día me llamó: <>. Desde entonces lo que vio en esta isla lo obsesionó hasta consumirlo —Levantó la mano y pidió un café machiatti —. Lo siento Astrid, no quiero preocuparte, estamos de vacaciones, relájate y disfruta.

Su sonrisa es como un amanecer, pero el amanecer no conoce a la noche, y yo me siento inmersa en una tan profunda que no parece tener final.