Domingo, 27 de julio de 2008
En Tenerife, Puerto de la Cruz
El último pedazo de pizza se derrite en mi boca junto al queso y la salsa napolitana. Me estiro satisfecha. Tío Bernard da buena cuenta de su plato de spaguetti carbonara.
Levanto la vista del plato. Sentada a nuestra derecha está la perenne figura de la mujer del dueño del ristorante, seria, dura, pero de rostro amable y con una dulce sonrisa dispuesta para todos sus clientes. Tras la barra, dando órdenes en voz alta, charlando en italiano con sus paisanos, y amasando una nueva masa, el dueño, delgado, escurrido como su pasta, de poco pelo liso y fino, con unos ojos que imitan las nubes que siempre adornan el cielo de la isla.
El amor fue lo que le hizo establecerse, no el amor a una mujer, sino a una roca surcada de verde y golpeada por las olas saladas.
Carbón pasa cargando con un saco desde el puerto y saluda a Toni, el dueño, éste le devuelve el saludo con un grito al mismo tiempo que el primero deja escapar algunas obscenidades en forma de piropo para la simpática camarera canaria de piel de fina arena y ojos castaños.
—A tu padre le gustaba —comenta tío Bernard.
—¿Mmm…? —Vuelvo de mi ensimismamiento.
—Este sitio. El viejo apartamento junto a la playa, este restaurante, Toni, la taberna, el Teide, le gustaba incluso Carbón —Se limpia la boca y se relame —. Durante una temporada dijo que si tu madre estaba de acuerdo os traería a vivir aquí, que arreglaría la casucha y vendríais.
—¿Y qué lo hizo cambiar de opinión?
Recordaba sus risas en las playas de arena negra y caballitos de espuma blanca.
Tío Bernard, callado, revisa el pequeño restaurante familiar de mesas y sillas de madera, paredes naranja, techo de crema y manteles a cuadros que el viejo pompeyense regenta. El horno desprende un agradable aroma a orégano y tomate.
—Un día me llamó: <
Su sonrisa es como un amanecer, pero el amanecer no conoce a la noche, y yo me siento inmersa en una tan profunda que no parece tener final.
No hay comentarios:
Publicar un comentario