miércoles, 26 de enero de 2011

Astrid, capítulo 50: Bocetos y una figura en la ventana


Lunes, 28 de julio de 2008

En Tenerife, Puerto de la Cruz

La mañana me despierta con un mar de nubes por sombrero. Puedo escuchar el romper de las olas en el escarpado precipicio que da a la cala. Oigo el chapoteo de tío Bernard nadando en la piscina del pequeño apartamento a través de la ventana entreabierta de la que, estos días, hace las veces de mi habitación. Pequeños detalles de aquel cuartucho con dos camas individuales, mesita de noche central, persianas gastadas y armario azul desconchado, me traen sonidos y aromas de infancia: sal y loros, papas y mar…

Levanto la persiana y me asomo al alféizar, de rodillas sobre la sábana arrugada como el papel de un regalo ya desenvuelto. El agua choca contra las rocas de lava endurecida y fría convirtiéndose en espuma y gorgoteos, su superficie es negra, como un trozo de obsidiana pulida en forma de cuchillo; el mar cortante, hiriente…

En la playa veo a Carbón, junto a su caseta destartalada de pescador, arreglando una red. Me quito el camisón y lo cambio por un vestidito de playa azul cielo, me lavo la cara y con un plátano me dirijo hacia donde he visto al viejo marino.

—Buenos días —entono.

Al principio no responde, se queda parado, contemplando un desgarrón en la red. Saca una navaja curva y corta un trozo de cuerda. Se pone a tejer.

—Buenos días sirena, ¿no es muy temprano para que estés aquí? ¿Dónde anda tu protector?

Sonríe, pero parece preocupado, pensativo.

—No podía dormir. Además, es una buena mañana para pintar —Le muestro mi libreta y dos lápices —, haré algunos bocetos.

Sus ojos son el mar. Estoy segura de que si le cortara saldría oscura agua salada de sus venas.

—¿Tu también pintas? De tal árbol…

—Hace poco que supe que mi padre lo hacía, y eso me animó a probar.

Intento dibujar lo más parecido a una sonrisa, el gesto tantas veces ensayado ante el espejo. Me contempla. Él ve más allá de las apariencias. Lo sé.

—No deberías pintar tanto, niña —me aconseja terminando el zurcido.

—¡¿Por qué!? —pregunto alterada. No me gustan los enigmas.

—Tengo muchos dibujos de tu padre, él me los regalaba, y pude ver cómo cambiaba en ellos.

—¿Dibujos suyos?

Asiente y se levanta, hace un gesto para que le siga dentro de la caseta de maderos recogidos por la marea. Para mi sorpresa, todo en su interior está cuidado y ordenado. A un lado, como un templo o un altar, hay una inmensa colección de bocetos de mi padre: atardeceres en negro y gris, playas, costas, aguas revueltas, y… Mi corazón golpea mi pecho con furia. El viejo pirata me sujeta cuando las fuerzas me abandonan. La misma casa en llamas de mi dibujo me contempla desde la vieja hoja amarillenta, pero una sombra vigila desde una de sus ventanas.

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