domingo, 11 de julio de 2010

Astrid, capítulo 46: Volando


Miércoles, 23 de julio de 2008

Barcelona – Madrid – Tenerife

La sombra en forma de cruz de la cola del avión corre nerviosa sobre la pista mojada.

El aparato acelera bajo la tenue luz de la madrugada. Miro por la ventana, ansiosa por ver cómo todo se hace más pequeño, insignificante, y queda atrás. Quizá mis pesadillas también se queden en tierra, esperándome en el aeropuerto para darme la bienvenida a mi regreso.

Una fuerte presión en el estómago me indica que ascendemos. Inconscientemente agarro el brazo de tío Bernard y musito un “te quiero”; supongo que soy algo supersticiosa y creo que es mejor dejar las cosas dichas, por lo que pueda pasar.

Él me sonríe y me señala con su barbilla, nuevamente afeitada, la ventanilla que queda iluminada a mi derecha.

Contemplo alejarse la ciudad: edificios como cubos y conos de color hueso y ventanas resplandecientes, carreteras pintadas con crayolas negras y grises, caminos de tiza y sanguina. Un lienzo azul, brillante, intenso, el mar y sus secretos, me contempla en calma. Sólo algunos de sus habitantes perturban esa tranquilidad asomando la cabeza desde sus profundidades.

Las nubes, como golosos puñados de algodón de azúcar, lo cubren todo con un suave manto. El avión gira, el ala me ciega durante unos segundos, al volver a abrir los ojos el mar ha quedado a mi espalda. Ante mí, oculto tras el albor blando y mullido, veo la tierra color de troncos huecos y verdor en los bosques.

—¿Cuándo llegamos a Madrid? —Pregunto sin apartar la vista del onírico paisaje.

—En unos minutos —tío Bernard sonríe embobado mientras me tiende una revista —. Una vez allí, desayunaremos y cogeremos el avión a Tenerife.

Nuestro destino: Tenerife. Mi madre me contó una vez, antes de conocer a Armand, que pasamos algún verano allí, todos juntos. Papá me compraba pendientes de loros de colores y empezó mi pasión por los plátanos.

—¿Estás nerviosa? —me pregunta.

No estoy segura de porqué, pero tengo la creciente sensación de que algo aguarda en sus playas de arena multicolor y balcones extravagantes; así me la han descrito. Tenerife… ¿recordaré algo allí? ¿Alguna cosa sobre mi padre? ¿Podré borrar su imagen balanceante y oscura y cambiarla por una risueña en la que aún muy niña no comprendía lo bello que era tenerle cerca?

—Sí, un poco —respondo.

—¿Y contenta? —insiste.

Sus ojos buscan los míos. Le pinto un beso en la mejilla. No necesitamos palabras, no después de todo lo acontecido.

Dejo la revista en mi falda y contemplo el paisaje. Me gustaría volar; quizá algún día.




No hay comentarios:

Publicar un comentario