La
visión
El
coche atravesaba veloz las montañas, giraba con violencia en las curvas,
mientras contemplaba desde la ventanilla el espeso follaje que pasaba ante mí.
Todo había sido idea de mi padre, desaparecer unos días en un hostal perdido
construido junto a un monasterio. Allí tendríamos calma, él podría pintar y yo
descansar. Aunque lo último que me apetecía era alejarme de nada y menos aún de
mis amigos. Sólo deseaba que todo fuera igual que antes.
Ahora
el vehículo aminoró la velocidad. Entrábamos en un pequeño pueblo donde apenas
había tiendas, tan solo una carnicería y un colmado.
—Cuando
crucemos ese letrero se habrá terminado la civilización —dijo mi padre sin
separar la vista de la carretera.
Iba
a quejarme por tener que ir a un lugar tan alejado cuando vi de refilón,
asomándose a la ventanilla del piloto, la enorme cabeza de un león blanco. Sólo
fui capaz de hacer un extraño ruido al contener el aliento, cosa que mi padre
tomó como un gesto de alegría. Todo el pelo de los brazos se me había puesto de
punta, como si hubiera caído un rayo demasiada cerca, y me sentía
extremadamente nerviosa.
—Ya
verás qué bien lo pasaremos, todas las mañanas haremos excursiones, y por las
tardes podrás leer, montar a caballo, incluso tienen conexión wiffi.
Miré
hacia atrás, pero no encontré rastro alguno del gran animal blanco que me había
asustado, ni nada que se le pareciera. Cuando me volví, en la ladera de la
montaña había montones y montones de bocas de piedra, eran como puertas
cerradas cubiertas de musgo.
—¿Qué
es eso? —pregunté.
—No
lo sé, cerca de aquí hay una mina, quizá tenga que ver con eso.
El
coche giró en una ladera y entramos en un camino de tierra. En la última casa,
un zorro de piedra vigilaba la entrada entre la maleza. Me pregunté si la gran
cabeza del león también había sido eso, una figura, como el perro del
restaurante en el que habíamos comido. La dueña del lugar nos había explicado
la curiosa historia de la figurilla que representaba a un bulldog. Nos contó
que el animal de mármol ya estaba allí cuando había comprado la casa y había
aguantado como un campeón todas las obras de reconstrucción, para ella era como
un talismán, un guardián.
Poco
después de dejar atrás la última casa, el ruido nos alerto y mi padre pudo
sortear una extraña máquina que limpiaba los bordes del camino, cortaba las
ramas y desbrozaba los arbustos.
La
subida estaba llena de curvas y era realmente empinada. La luz se colaba entre
las hojas de los árboles haciéndome confundir rocas con gatos y hojas con
pájaros, me parecía ver rostros por todo el bosque.
—No
me gusta este sitio, ¿por qué no podemos ir al hotel del otro pueblo?
—Esto
es mucho mejor, ya lo verás. Dale una oportunidad.
En
uno de los giros, los árboles cambiaron de pinos a tilos y el viento empezó a
soplar, todos se movieron al unísono y algo cruzó el cielo.
—¡Un
águila! —gritó mi padre.
—Yo
sólo he visto una luz.
—Era
un pájaro enorme, tenía que ser un águila.
Cuando
llegamos al hostal me quedé sin palabras ante el gran monasterio de piedra que
parecía engullido por las montañas. La ventana de mi habitación daba
directamente a un lago rodeado de escarpados.
—Dúchate
y descansa un rato, a las nueve te recojo y cenamos —dijo mi padre guiñándome
un ojo.
Pero
por mucho que sonriera yo sabía que algo le rondaba por la cabeza. Desde que
había visto el águila estaba extraño, no había vuelto a hablar hasta ese
momento y normalmente gustaba de visitar el lugar antes de la cena. Aún así
preferí no molestarle, al fin y al cabo estábamos allí para dejar atrás la
rutina y ver el mundo con otra perspectiva, o eso nos había sugerido la
psicóloga del instituto.
Tras
darme una ducha, cambiarme de ropa y descansar un rato tirada en la cama con el
techo como única distracción, caí en la cuenta de que habían pasado de las
nueve y nadie había llamado a la puerta. Observé el pasillo iluminado por
lamparillas de vidrio coloreado, e intrigada porque mi padre no me hubiera
pasado a recoger, pegué la oreja a la puerta de su habitación y escuché atentamente.
No se oía nada. Pensé que quizá habría bajado sin mí, pero nunca había actuado de
ese modo, así que golpeé la puerta un par de veces.
—¡¿Quién
es?!
Respondió
mi padre molesto.
—Soy
yo. Ya son las nueve, no has pasado a buscarme y…
—No
tengo hambre, mejor baja tú. Buenas noches hija.
Me
quedé helada. Sí, habíamos ido allí a cambiar la rutina, a hacer un poco lo que
nos apeteciera, pero nunca me había hablado así y aún menos me había mandado
sola a un lugar nuevo.
Turbada,
bajé las escaleras pensando en el extraño comportamiento de mi padre, cuando el
anfitrión me ofreció amablemente que me sentara en una de las mesas
acondicionadas del exterior. Acepté, pero se me había pasado el apetito. Jugaba
con la comida que tenía en el plato y miraba en derredor sintiendo como si
miles de ojos me observaran. En cuanto me sirvieron el postre me excusé, decidí
dar un paseo y explorar por mi cuenta el hostal.
Se
trataba de una casa sencilla de piedra, con tres plantas de altura. Pero lo que
llamaba la atención era el santuario, una pequeña ermita que nacía de la roca
de la montaña con un campanario que resurgía entre los árboles de la cima. La
sensación de que alguien me observaba continuaba oprimiéndome el pecho. Escuché
un ruido entre la maleza y me giré, pero allí no vi nada más que flores y
hojas.
Empezaba
a refrescar y me abracé a mi misma buscando calor. Subí unas escaleras de
madera que llevaban a través de la montaña hasta una caseta donde debían hacer
actividades de invierno, pues en aquel momento permanecía cerrada. Desde allí
podía disfrutar de una vista espectacular del lago y los bosques de los
alrededores.
En
el hostal había tres ventanas iluminadas y en una de ellas pude ver durante
unos segundos el perfil de mi padre, parecía nervioso y se movía rápido por la
habitación. Furiosa, di una patada a una piedra. ¿Por qué me había dejado sola
de aquel modo? ¿No se suponía que aquel viaje tenía que arreglarlo todo? Yo no
quería dejar a Laura y a mis amigos, lo había hecho por él y ahora… Entonces
sentí la calidez del pañuelo de mi madre en mi mano y aspiré su perfume.
—Cuidaré
de él, no te preocupes —susurré.
De
nuevo, aquel ruido entre los arbustos me alerto, y cuando me giré unos ojos
enormes me contemplaban iluminados entre las ramas. Salí corriendo y no miré
atrás, ni siquiera me detuve cuando me encontré con la mujer del hostelero.
Llegué a mi habitación y cerré la puerta con pestillo.
Desaparición
Desperté
con un molesto repiqueteo en la cabecera de la cama. Cuando abrí los ojos vi un
pajarillo que picoteaba enérgicamente la madera y que, al reparar en mi
presencia, paró en seco y emprendió el vuelo, golpeándose contra todas las
paredes antes de salir por la ventana.
Me
incorporé y estiré haciendo memoria de dónde me encontraba. Entonces recordé un
pequeño detalle: no había dejado la ventana abierta. Más bien estaba segura de
haber puesto el cerrojo durante la noche. Mientras buscaba el fallo en la
manivela, me asusté al encontrar una leve huella en el cristal. Parecía la pata
de un animal y estaba hecha desde fuera.
Me
vestí y salí en busca de mi padre, quería marcharme de allí de inmediato.
Golpeé la puerta pero no obtuve respuesta, así que bajé al restaurante
imaginando que, si no había cenado, debía de estar muerto de hambre. Pero allí
tampoco nadie le había visto. El dueño del lugar me vio tan preocupada que
decidió acompañarme a la habitación con una copia de la llave. Una vez allí,
llamamos de nuevo a la puerta, pero al no recibir respuesta procedimos a
abrirla.
Lo
que encontré en el dormitorio me llenó de pavor. La maleta estaba tal cual la
había dejado al llegar, lo único que había tocado eran sus láminas y
carboncillos. La habitación estaba literalmente empapelada por reproducciones
de lo que asemejaba un águila, pero no era un ave normal, pues algunas veces
tenía cabeza de hombre, otras de lobo, otras garras, otras… ¡¿Qué había estado
haciendo toda la noche?! En un rincón de la habitación podíamos ver signos de
forcejeo, las mismas huellas que había encontrado en mi ventana, pero esta vez
junto a unas humanas, y entre todos los bocetos un hueco: faltaba uno.
El
dueño del hostal palideció.
—¿Dónde
está mi padre? —pregunté temblando.
—Yo
no sé nada —respondió él retrocediendo.
—¿Dónde
lo han llevado? —rogué a punto de romper a llorar.
El
hombre me miró fijamente y torció el gesto antes de responder:
—Dejaré
que te quedes aquí hasta que venga a recogerte tu familia. Gratis.
Después
abandonó la habitación lo más rápido que pudo.
Primeros dos capítulos de Las Bocas de la
Montaña. El Señor del Viento, de ©Isabel del Río (Ediciones Atlantis).
Disponible en papel en librerías y en Amazon.
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