Si me
detenía un segundo y los observaba atentamente parecía como si no ocurriera
nada más allá de la mesa del salón. Tara se sentía mucho mejor y Lars había
calentado algunos víveres. Después de servir unas tazas de café y un cuenco de
leche con miel para la pequeña, Max sacó un libro de su mochila y empezó a leer
con una voz calmada y suave que resultaba hipnótica para todos los que
ocupábamos la habitación.
“Recogí
esta brizna en la nieve.
Recuerda
aquel otoño,
en
breve
no nos
veremos más.
Yo
muero.
Olor
del tiempo brizna leve,
recuerda
siempre que te espero”*
La
cadencia oscilante de la lectura de Max tenía el mismo efecto en Tara y Lars
que en mí. Sentía cómo me pesaban los párpados y cada músculo de mi cuerpo se
relajaba lentamente. Antes de dejarme ir, eché un vistazo a mis compañeros: la
pequeña respiraba pesadamente con la cabeza apoyada sobre los brazos; el hombre
que decía ser mi guardián permanecía inmóvil y erguido, pero su respiración era
tan pausada que sabía que estaba dormido; y nuestro flautista sonreía, bailando
sus labios con cada palabra.
Y me
permití descansar.
Olfateé el aire frío y puro. Un aroma que
me hacía salivar llegó hasta mí, traído por el viento. Una presa herida y suculenta.
Aullé. Llamé a mis hermanos y padres.
Mis garras se hundían en la nieve y la
potencia de mis cuartos traseros me permitía alzarme y correr; sentirme
invencible. A unos metros descubrí un cuerpo.
Se me erizó el pelo y enseñé los colmillos
en señal de peligro, deseando que no se levantara, que no se acercara a mí.
Los míos llegaron poco después y todos
tuvieron la misma reacción. Todos excepto padre. Su imponente figura avanzó con
seguridad hasta el cuerpo y empujó la silueta grácil y pálida hasta darle la
vuelta. Sus cabellos negros se desparramaron por la nieve como sangre caliente
y su rostro se iluminó con un gesto de incredulidad.
—¿Dónde está? —preguntó la mujer—. Vosotros
le salvasteis la vida y él nos da caza.
Mis hermanos gruñeron ante las palabras que
sonaban a amenaza, pero padre hizo un gesto de cabeza y todos callaron.
La humana alzó la mano manchada del rojo
que pintaba su interior y ahora también su vestido, y padre acercó su hocico
hasta ella. Mantuvieron aquella posición varios minutos. Después ella miró al
cielo, respiró profundamente y murió.
El aullido de padre desgarró el aire y
todos supimos qué debíamos hacer. Nos abalanzamos sobre el cuerpo y nos
alimentamos sin saber que ese sería el pago por nuestra bondad pasada, la
pérdida de nuestra inocencia.
Desperté
acurrucada sobre un cojín que antes del cambio utilizaba para sentarme en el
suelo y ver la televisión.
Estudié
la habitación. Max seguía leyendo, aunque ahora en silencio, a un lado de la
mesa. Tara dormía profundamente y Lars había desaparecido de mi campo de
visión.
—¿Dónde
ha ido? —pregunté sintiéndome espoleada. Algo en mi interior me decía que nada
bueno vaticinaba su desaparición.
Max
miró en derredor.
—¿Te
refieres a Lars? Me ha pedido que te dejara descansar y ha dicho que él mismo
iría a ver si encontraba a Joel.
La
rabia y el miedo se apoderaron de mí al mismo tiempo, haciéndome vibrar con tal
violencia que estallaron los cristales del salón. Salté por la ventana y busqué
algún rastro que me indicara dónde estaba Lars. Seguí las leves pistas que
había ido dejando en su recorrido, pero me detuve ante una mancha roja en la
nieve.
Era su
olor. Su sangre.
Apreté
los puños y me clavé las uñas en las palmas de las manos. Les había fallado.
*Guillaume
Apollinaire