Llevábamos
una hora sin descansar. Parte del camino que yo había recorrido para llegar
hacia el supermercado, ahora resultaba inaccesible para Max y no podía
abandonarlo para ir hasta el piso donde Lars y los niños me aguardaban, aunque
empezaba a estar francamente preocupada.
Unos
veinte minutos después de que Max despertara, sentí una ruptura, como si una de
las burbujas tuviera una brecha, y estaba demasiado lejos para comprobar qué
había ocurrido.
—Algo
te pone nerviosa —dijo Max a mi espalda.
Gracias
a la protección que nos rodeaba, había podido aligerar su abrigo y ahora volvía
a escrutarme con sus intensos ojos marrones.
—No es
nada —respondí. Aunque era consciente de que él tenía un extraño poder sobre mí
y podía ver más allá de mis palabras. No entendía muy bien porque, pero parecía
inmune a mi frialdad.
—Puedo
arreglármelas solo. Si tienes que ir a algún lado…
Un
escalofrío recorrió mi columna y me tensé. Con un movimiento que pasó
totalmente desapercibido a Max, me coloqué a su espalda, con mis manos rodeando
su cuello.
—Por
supuesto —susurré a su oído—. ¿De verdad crees que sobrevivirías dos minutos
sin mí?
Max
sonrió, parecía gustarle aquello. O era un morboso o buscaba la muerte.
—Sé que
me has protegido con algo, pero si eres capaz de mantenerlo, no veo por qué no
podría aguantar hasta tu regreso —. Se volvió hacia mí y musitó—. Soy
consciente de que estoy a tu merced.
Mi
pulso se aceleró y sentí unas súbitas ansias por salir corriendo, pero me
mantuve ante él, conteniendo lo que parecía invadirme por momentos ante su
presencia.
—Si me
voy no podré protegerte de ellos —dije señalando hacia la nieve.
Los
edificios a penas se veían a través de una espesa niebla blanca que nos
rodeaba, los copos no dejaban de caer como una lluvia de primavera, y todo
cuanto podía verse era blanco… Al menos para Max.
—¿A
quiénes te refieres? —dijo relajando la postura que tan nerviosa me había
puesto y convirtiendo sus ojos en dos rendijas que buscaban en el horizonte.
Me
parecía imposible que no los hubiera percibido. Llevaban siguiéndonos desde que
habíamos salido del edificio donde él se escondía. Eran al menos una docena. No
hacían ruido ni dejaban huellas en la nieve, pero para mí eran tan visibles
como una gota de sangre en una copa de nata.
—Digamos
que no son amigos —expliqué dándole un suave empujón para que continuara en la
dirección opuesta.
Max no
preguntó. Dio media vuelta y caminó obediente, mirando por encima del hombro
cada movimiento que yo realizaba y, a nuestras espaldas, sentí los ojos sin
vida de doce fantasmas que pronto serían muchos más.