Miércoles,
5 de noviembre de 2008
En
Sevilla
Tirito de frío. Estoy arrinconada contra el cemento, sentada
en una esquina que huele a orina humana. Me duele el pecho y no puedo dejar de
toser. Ya llevo dos días caminando sin rumbo. No he vuelto a encontrarme con
nadie. Ni siquiera sé dónde estoy.
Un hombre gordo, de cabello grasiento que cruza, a modo de
peluquín, una brillante calva, se acerca y me pregunta:
—¿Cuánto?
“No tengo suficiente hambre para eso, no permitiré que me
reduzcas a eso…”, pienso.
A mi lado hay unos cristales rotos de una ventana vieja y
desconchada que se apoya, cansada, en un contenedor de basura. Protegiendo mi
mano con la manga agarro uno y me levanto de golpe.
—Dame
la pasta o te rajo cabrón— digo acercándole el filo
y arrinconándolo contra el contenedor.
Se niega. Miro el brillante trozo de vidrio, está limpio. Se
lo acerco a la garganta y aprieto lo suficiente para que sienta como rompe sus
primeras capas de piel. Una gota carmesí tiñe el cuello amarillento de su
camisa.
—No
tengo ningún problema en acabar con tu mierda de vida, te lo confieso. Mi tío
pensó que no le haría daño, al fin y al cabo me había acogido. También lo
pensaron mi mejor amiga y mi ex novio…, y ¿ahora cómo están? —desenfundo
mi mano ensangrentada.
El olor, húmedo y pestilente, me avisa de que he conseguido
asustarle. Una mancha oscurece sus pantalones. Saca todo su dinero de la
cartera.
—Por
favor, no me hagas daño… —lloriquea.
Me alejo de allí. No se atreverá a seguirme, tampoco a
admitir que una niña a la que le estaba pidiendo sexo se ha llevado todo lo que
tenía encima.
Busco un restaurante, necesito comer algo caliente. Paso
junto a una tienda de ropa y me compro una chaqueta. Con un bocadillo de
tortilla de patata y un refresco de cola me paseo buscando algo que me diga dónde
me encuentro.
—Disculpe,
¿puede decirme dónde estoy? —Pregunto con la boca llena a un chico con
barba rala y gesto cansado.
—En
Conde de Ibarra —responde
con el mismo acento del hombre del callejón.
—¿Dónde
queda Arco de Triunfo?
Necesito localizarme.
—¿Arco
de Trunfo? Chiquilla, andas un poco perdida —ríe.
Miro a mi alrededor. No entiendo qué está pasando. El chico
se aleja y yo me acerco al primer quiosco que encuentro. Miro el diario: leo la
fecha y la comunidad autónoma. Por suerte no dejo caer el bocadillo, pero el
refresco se desparrama por el suelo.
—¡Cuidado!
—Grita
la quiosquera —.
Niña, a ver si vas a mojarme el género.
—¿Estoy
en Sevilla? —Pregunto
todavía descolocada.
—Claro,
¿dónde crees que vas a estar?
—¿Y
cómo he llegado hasta aquí?
—¿Cómo?
—Nada,
lo siento —me
disculpo.
Ya no tengo hambre. Envuelvo el bocadillo en la bolsa de
papel y me lo guardo.
—Estoy
en Sevilla…
—Sí,
y ahora tenemos que ir a buscar a alguien —dice mi
alter ego chapoteando en los charcos más recientes.
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