Un día
leí un artículo sobre unos jóvenes que pasaban años encerrados en sus
habitaciones con el único contacto que les proporcionaba internet, una
enfermedad que acababa con su cuerpo y mente, hasta robarles también el alma.
Mientras
recordaba la historia de los hikikomori
japoneses, me asomé al pequeño balcón de la cocina. Empezaba a ser insoportable
para mí aquel encierro al que me sometía Lars. Según él, todavía no era lo
suficientemente fuerte para proteger a los niños en el exterior, pero sentía
cómo el tiempo se escurría entre mis dedos y, cada vez que pensaba en ello, un
escalofrío me recorría el cuerpo. Sabía que las horas estaban contadas y que el
reloj no pararía sus agujas por nosotros.
—¡Pero
tengo mucho hambre! —gruñó Tara abrazándose el estómago.
Cerré
la puerta de la cocina tras de mí y me detuve a contemplar la escena.
—Hace
dos horas que has comido, acordamos que racionaríamos las provisiones —dijo
Lars con dureza.
—¡Era
una galleta! Y ayer noche sólo cenamos agua caliente con zanahoria… —El ímpetu
de la niña se ahogaba al igual que sus fuerzas.
Busqué
a su hermano con la mirada y lo encontré hecho un ovillo en el sofá. Desde que
había visto a su madre, se había sumido en un estado de somnolencia que me
tenía realmente preocupada.
—Iré a
buscar comida —dije.
Lars se
volvió hacia mí y negó imperceptiblemente con la cabeza.
—El
calor se iría contigo, no puedo permitir que salgas hasta que…
—Estoy
preparada. Puedo crear una burbuja de contención que os mantenga a salvo
durante dos horas y para mí ese tiempo es eterno.
Sus
ojos mostraron la confusión que mis palabras le habían provocado. No había sido
capaz de hablarle aún de lo que había cambiado desde mi despertar, quizá en
parte porque temía parecerle un monstruo. Incluso había estado compartiendo
aquella repugnante comida con ellos, cuando lo único que deseaba en realidad
era cazar.
—Siento
no habértelo dicho, pero el tiempo no funciona para mí como para vosotros. Ese
es el motivo por el que os cegué cuando regresé y por el que Joel se quemó la
mano cuando me tocó.
Lars
estaba confundido, alzó la mano para volver a decirme que no era seguro, cuando
Tara se metió en medio.
—Déjala
que vaya. Siempre dices que es la única que puede salvarnos y yo tengo hambre…—La
niña miró con los ojos llorosos el cuerpo tembloroso de su hermano—. Tengo
miedo de que muera como la abuela.
Él se
hizo a un lado y miró por la ventana el mundo completamente blanco que me
esperaba en el exterior.
—Dos
horas —dijo.