Las
cosas no suelen salir cómo planeábamos y, aún sin hacerlo, nos decepcionan.
Lars
volvió a alzar los brazos sobre la cabeza para indicarme qué esperaba de mí.
Resoplé, hastiada por tanta práctica, y nos rodee en una burbuja de protección
cristalina.
—Perfecto.
Sabía que podías hacerlo —dijo él con ese gesto que supuestamente significaba orgullo.
Me
desplomé en una de las sillas del salón y observé cómo Joel jugaba con unos
naipes viejos de Scooby Doo que guardaba
en la mesilla del teléfono.
—¿Dónde
está Lara? —pregunté ante la triste imagen del niño solitario.
Ante mi
pregunta, Lars se tensó y empezó a revisar todas las habitaciones. Por lo visto
no era la única que se había dado cuenta del cambio en el comportamiento de
Lara.
Cubrí
mi rostro con ambas manos y esperé, dejé que el tiempo cobrara su ritmo
natural, resultaba agotador permanecer con ellos. Era consciente de los
esfuerzos de Lars por enseñarme cuál era mi nuevo yo, pero muchas cosas se le
escapaban, él no conocía el verdadero cambio que se había operado en mí.
Sentí
una mano en mi espalda y después escuché un quejido débil, como el de un
animalillo asustado. Me descubrí y miré a mi alrededor. A un lado vi a Lara, que
había aparecido, y a Lars, que la regañaba con tono sombrío. Cerca de mí, con
la espalda contra la pared, Joel me observaba tembloroso y pálido.
—¿Te
encuentras bien? —pregunté. Alargué la mano para comprobarlo, pero el niño me
rehuyó hacia la puerta de la cocina—. Vamos, no voy a morderte —bromeé.
Entonces
me mostró la palma derecha. Había sido él quién me había tocado y también quién
había proferido el quejido. La piel que me mostraba estaba enrojecida y surcada
por ampollas purulentas, parecía como si la hubiera puesto sobre un hierro al
rojo.
—Yo… Lo
siento —musité al comprender que era culpa mía.
Ya
había visto sus reacciones cuando me movía a velocidad normal, pero no me había
parado a pensar qué ocurriría si me tocaban mientras me encontraba en aquel
estado.
—Estabas
tan fría que ardías —dijo el niño entre sollozos de dolor.
De
todos los nuevos compañeros que me había encontrado, a quien más admiraba era a
Joel. Ese crío era capaz de soportarlo todo por el bien de su hermana y, por
algún motivo, ahora también por el mío. Me arrodille y abrí mis manos ante el
en forma de cuenco.
—Permíteme,
sé que eres valiente… —susurré sólo para él.
El niño
asintió y dejó su mano herida sobre las mías. Cerré los ojos y me concentré. Si
podía hacer daño, también podía curar, sólo era cuestión de modificar la
materia y ya lo había hecho con otros objetos, congelándolos y derritiéndolos,
incluso para cambiar su forma. Dejé de respirar y me permití ser yo misma
durante una eternidad para mí y unos minutos para Joel. Cuando regresé, él
lloraba con una extraña sonrisa en los labios.
—¿Te he
vuelto a hacer daño? —pregunté sintiendo cómo la culpabilidad volvía a cobrar
importancia en mi ser.
—No,
para nada —dijo él—, pero he visto a mamá.
Lars,
que nos observaba en silencio mientras Lara se escabullía en un rincón del
salón, musitó algo entre dientes que no acabé de entender, porque Joel se había
abrazado a mí con tal fuerza que apenas pude controlar mis ganas de morderle.
Isabel del Río
Abril 2012