miércoles, 28 de marzo de 2012

Astrid, capítulo 70: Confesiones nocturnas


Lunes, 27 de octubre de 2008

En las cercanías de Barcelona

Pasamos la noche en el coche. Laura sacó unos bocadillos del bolso y un par de zumos; al menos para eso todavía era responsable.

—Dormiremos aquí, no me veo con fuerzas para conducir hasta Barcelona y no voy pagar una habitación, así que tendrás que conformarte.

—Está bien —respondí —, pasar una noche en el coche no es para tanto.

Me miró sorprendida y sonrío. Había dicho algo que le había gustado.

Mordió su bocadillo y empezó a masticarlo con los ojos cerrados, como si hiciera una eternidad que no comía y el pan con salami le supiera a gloria.

—¿Y cómo te van los estudios? —preguntó colocando la pajita a su zumo.

—Bien.

—Que seca —dio un sorbo —. Vamos, siempre fuiste una sabelotodo y Bernard parecía preocupado, ¿qué ocurre?

—Nada.

—Mmm… —posó el brik en la guantera y me miró —. No somos amigas, sé que tampoco soy una madre modelo, pero puedes contarme lo que quieras, deberías saber que en cuestión de secretos soy una tumba. ¿Acaso he contado algo de esto a Bernard? No. Te incumbe a ti y a tu padre, no a él.

—Pero a Arman…

—Tampoco a ese cabrón, Astrid, tampoco a él —respondió molesta.

—¿Qué ha pasado con él?

Ella me miró con el ceño fruncido.

—Pensaba que estábamos hablando de ti, como te gusta redirigir las conversaciones. Digamos que pasamos por una mala época con esto del embarazo, siente que le estoy cortando las alas, ya sabes, quiere seguir follando con quien quiera y cuando quiera, y piensa que un niño cambiará eso.

Laura es así, no se corta un pelo, no le importa que sea su hija como tampoco le importan los años que tenga.

—Me acosté con un hombre.

Laura dio otro bocado y me miró. Asintió.

—¿Y qué? —preguntó como si el hecho de que su hija de 13 años hubiera perdido la virginidad no fuera gran cosa.

—Con un hombre mayor que yo.

De nuevo su indiferencia.

—Más de diez años mayor que yo.

—Vaya, vaya, estás hecha una Lolita.

—¿Una Lolita? —pregunté.

—¿Vives entre libros y no lo has leído? Búscalo y verás a qué me refiero —Otro bocado —. ¿Y qué tal estuvo? Porque supongo que fue con tu consentimiento.

—Sí —respondí —, fue porque quise.

—Bien. Pues felicidades, eres una mujer, supongo.

—No era el primero.

Laura se echa a reír.

—Por favor Astrid, dime que usas condón.

La observé y pensé en ello.

—Yo…

Se le desorbitaron los ojos y su sonrisa se desvaneció. Dejó de comer y me agarró con fuerza por los hombros, me hacía daño.

—Mira Astrid, haz lo que quieras con tu cuerpo, como si te lo quieres montar con Bernard, no me opondré, pero no te quedes preñada. ¿¡Me has entendido?! —su voz resonaba amenazadora en el coche.

—Sí, sí, lo he entendido —dije asintiendo con fuerza, nerviosa ante su cambio repentino —. Sólo es que no sé dónde conseguirlos.

Laura cogió su bolso de la parte trasera y me dio un paquete.

—Toma, siempre llevo encima —después sacó la cartera y me dio un billete de 50 —. Y esto para cuando se terminen. No seas tonta y protégete, no esperes a que ellos lo hagan, todos son unos cerdos.

Laura no parecía una madre, tampoco una hermana, y mucho menos una amiga, pero quizá sí una prima lejana, alguien que siente cierta preocupación por ti, no la suficiente como para sufrir por tus penas, pero sí para pensar que tus problemas puedan perjudicarla.

—Bueno, ¿y quiénes fueron los afortunados? —preguntó más tranquila y de nuevo con la pajita entre los labios.

—El primero fue Noa.

—¿Noa? ¿El chaval que ayuda a Bernard? —río —. Al menos los elijes guapos.

—Él me quiere, pero yo a él no. Sólo lo utilicé porque me sentía mal y eso hizo daño a Tánit porque salía con él.

—Buff… —dijo gesticulando —. De menuda me libré dejándote en Barcelona, tu vida parece un culebrón.

El rencor debió dibujarse en mi rostro cuando la miré, porque se disculpó y me invitó a continuar.

—Se lo conté todo a tío Bernard y pensó que lo mejor sería irnos de viaje, fuimos a Tenerife.

Laura se tapó la cara con las manos, descompuesta.

—¿Estás bien? —pregunté.

Asintió con la cabeza, pero estaba llorando. Tío Bernard me había contado que allí fuimos muy felices y Laura todavía mantenía esos recuerdos a buen recaudo.

—Sigue, hija —dijo con un hilo de voz.

Había dicho “hija”, se le había escapado, quizá era dura conmigo porque quería mantenerse lejos de aquello que la hacía sufrir, del ser que más le recordaba que había perdido a papá.

—El segundo fue Mario, un amigo de un amigo de tío Bernard.

—Un sustituto, ¿no? —dijo entonces volviendo a su tono irónico y malévolo.

—No —reconocí —. Es cierto que siento algo por Bernard —asentí tratando de darle más veracidad —, pero Mario no fue un sustituto, hay una conexión entre nosotros.

—Ya, bueno, seguro que él no piensa igual, ahora debe estar haciendo su vida de nuevo, ¿no crees?

Eso era lo que yo temía, que al volver a Sevilla él hubiera retomado su vida. Una mujer nueva y Astrid sería un error del pasado. Ella lo sabía.

—Dijo que yo también había significado algo para él.

—No lo dudo. Para un hombre una chavalita como tú significa algo. ¿Te has mirado últimamente al espejo? Nadie creería que tienes 13 años, esas tetas no son de 13 años, y eres asquerosamente guapa. Me das envidia malsana.

Me agarró por la barbilla y me plantó un beso en los labios.

—Yo también era muy guapa, cielo, pero vigila, no seas demasiado ligera —sorbió lo que le quedaba del zumo —. Y por favor, no te acuestes con Bernard, sería un gran error, si necesitas cariño vete a ver a ese Mario.

El sol sale tras las montañas bajas y pinta el valle de morado. Laura conduce con un bollo en la boca. Hemos parado en la panadería de un pueblo para comprar algo y desayunar por el camino.

—Gracias —digo.

—¿Por qué? —pregunta.

—Por llevarme, por lo de anoche.

No contesta, pero sonríe con la vista clavada en la carretera.

—Iván lo habría querido así. Te amaba Astrid, nos amaba, y eso nos une, aunque ahora no seamos lo que éramos. Sólo espero que no te destruya como pasó con él.

—¿A qué te refieres?

—Antes de suicidarse se obsesionó con su familia biológica, fue entonces cuando cambió.



Astrid, capítulo 69: La Casa


Domingo, 26 de octubre de 2008

En las cercanías de Barcelona

Al fin Laura lo ha conseguido.

—Astrid, no creo que debas ir —se opuso tío Bernard ayer noche.

—Lo sé, pero…, es sobre papá.

Eso lo justifica todo, “papá” es la palabra mágica que hace que todo sea posible y perdonable.

—Está bien —consintió —, pero si a las ocho no estáis aquí…

Le abracé.

Está preocupado por mí y por las verdaderas intenciones de la que, no hará más de un año, llamaba mamá.

Desde el asiento del copiloto puedo ver pasar campos de cultivo: verdes, amarillos y anaranjados. No hay bosques en esa zona, sólo valles y montañas bajas en el horizonte.

—¿Cuánto falta? Prometí a tío Bernard que volveríamos a las ocho.

—Pues no deberías prometer cosas que desconoces, ¿no crees? —Responde Laura.

Ella es quién ha insistido en enseñarme algo, pero no parece querer hacerlo, es como si la empujara una obligación más allá de su capacidad de raciocinio, es el miedo lo que la mueve.

El cielo se oscurece y la luna saluda tras unas pocas nubes blancas que rompen el negro firmamento.

—Debería llamarle, sino se preocupará.

Me da su móvil.

—No estés mucho rato, que después tendré que pagarlo yo.

Todo aquel aire maternal ha desaparecido en cuanto hemos subido al coche. A solas conmigo es la Laura que conocí tras la muerte de papá, la que no finge amor ni bondad; al menos he de reconocer que conmigo es sincera.

—Hola… No, no… Sí, tranquilo, mañana volveremos… —miro a Laura en busca de seguridad, ella asiente -. Sí, mañana estaremos en casa. Gracias. Yo también a ti.

Cuelgo. Laura me mira, se está mofando.

—Pensáis que soy un monstruo —dice —, pero eso es porque no os miráis al espejo.

No contesto. Intenta herirme y no voy a seguirle el juego.

—¿Te piensas que no me he dado cuenta? Esa forma en que le miras, como te observa él cuando tú no te das cuenta, me dais asco… Pero quizá deba disculparme, fui yo la que te dejo con un pervertido.

Su vista no se aparta de la carretera. Habla. Golpea. Pero eso no hace que pierda la concentración.

—No sé de qué hablas —respondo.

—Sí lo sabes —insiste —Te duele que no te haga caso, ¿eh? Bernard siempre ha actuado así, seduce lo que no le pertenece, lo desea en silencio —me mira y su sonrisa es venenosa —. ¿Acaso piensas que eres lo primero que pertenece a tu padre que le gustaría poseer?

Ríe. Sus carcajadas empañan los cristales.

—Cállate. Eres asquerosa —le digo —. Si papá te oyera… No entiendo como no se muere el niño que llevas en la tripa.

De repente el silencio nos congela. No sé cómo he podido decirle eso. Ella ha palidecido, pero en seguida vuelve a sonreír.

—Eres mi hija, de eso no hay duda.

Entra por un caminito de tierra y al fin se detiene.

—Baja —ordena.

No me muevo. Me aterra pensar que pueda abandonarme en medio de la nada.

—No seas estúpida, baja —dice, abre la puerta y deja que el frío de la noche entre en el coche.

Sus pasos son cortos y lentos, parece cansada. Ante nosotras el perfil de una casa se dibuja en la noche.

—Espera aquí —ordena.

Oigo el crujido de una puerta y, de repente, se enciende la luz.

Un sudor frío recorre mi espalda y la risa de la sombra se clava como si fueran sus dientes en mi carne. La casa que hay ante mí es la misma de mi dibujo, la misma del dibujo que me enseñó Carbón. Una casa blanca en medio de la noche.

—Esto es tuyo —dice Laura al volver a mi lado —. Era de tu padre, de su familia biológica. Hace poco me enteré de que parte de nuestros ahorros habían servido para reconstruirla.

—¿Reconstruirla? —pregunto con un hilillo de voz.

Laura se gira hacia mí, su mirada queda ensombrecida y me parece entrever el ser que me persigue encaramándose a sus hombros.

—¿Nunca te has preguntado cómo tu padre llegó a ser huérfano? —pregunta señalando con la cabeza la ventana del segundo piso —. Todos murieron quemados, todos menos él.

Astrid, capítulo 68: La villana


Martes, 21 de octubre de 2008

En Barcelona

¿Cuánto lleva aquí? Invade mi espacio, respira mi aire y hace ver que es una madre.

—Podrías venirte conmigo a París, te gustaría —comentó llevándose a la boca un trozo de salchicha del país untada en tomate —. De nuevo podríamos ser una familia.

Yo no dije nada, me limité a poner cara de poker, como cada vez que me dirigía la palabra, y a comer con la cabeza gacha, pero tío Bernard habló por mí.

—Laura, un hijo no es un muñeco que puedes dejar en casa de un amigo hasta que te apetezca volver a jugar con él.

Tío Bernard estaba muy enfadado, no le gustaba Laura, no soportaba que estuviera allí, enrarecía el ambiente, rompía nuestro mundo que, aunque fuera raro y a veces desastroso, era nuestro, nuestro caos en orden.

—No es eso Bernard… —susurró.

Laura parecía extrañamente dócil, casi me recordaba a la madre que un día fue. Se acariciaba la tripa con gesto preocupado y me miraba con ojos llenos de añoranza.

—Últimamente, con el embarazo, no dejo de recordar a tu padre, Iván aparece en mis sueños, me pregunta por ti, ¿y qué puedo decirle?

—Que la abandonaste para llevar una vida sin responsabilidades Laura, eso es lo que deberías decirle —tío Bernard dejó el tenedor en el plato y se levantó —. Por Dios Laura —exclamó —, al menos podrías ser sincera contigo misma y ver lo que has hecho, lo que estás haciendo. Astrid ya no es la niña que dejaste en mi casa, ha crecido, se ha quedado sin infancia, y eso ha sido por tu culpa.

Una situación extraña, eso era. Tío Bernard hablaba de mí como si no estuviera en el salón, quizá de tanto desearlo me había hecho invisible, pero no era así, porque ante cada puñalada que él daba, Laura me miraba, casi lloraba.

—Soy una molestia, quizá debería irme —dijo sin dejar de comer.

—Pues quizá –respondió él —. Vuelve con tu novio, aquí no montes dramas porque no te los consentiré.

Laura calló, siguió comiendo silenciosa. En ese momento casi tuve ganas de decirle que estuviera tranquila, que no hacía falta que se fuera… Parecía perdida, algo le había ocurrido y no quería contarlo.

Me escondía. Iba del colegio a casa de la señora Valette, al taller de Violeta, al gimnasio o de paseo con Tánit, pero nunca volvía a casa hasta la hora de la cena.

—¿Y no te intriga? ¿Por qué no le preguntas para qué ha venido?

Tánit muerde su bollo y su labio superior se pinta de blanco por el azúcar glasé.

—No voy a hablar con ella, no se merece que demuestre que existe.

—No sé, es tu madre, quizá deberías perdonarla.

Es cierto, a veces olvido que Tánit es un ángel, una santa, la gran maestra del perdón; pero yo no puedo.

—No sabes lo que me hizo, no me abandonó en casa de tío Bernard, lo hizo mucho antes. Ella nunca fue mi madre, sólo me parió.

Los ojos de mi amiga se desorbitan. Me tapo la boca sin saber por qué, como si hubiera dicho una barbaridad.

—Ella te quiso, antes de que tu padre muriera te quiso.

Niego con la cabeza y miro a una pareja que va cogida de la mano, haciéndose carantoñas.

—No. Le quería a él.

Tánit me abraza manchándome y dándome un beso pegajoso en el cuello.

—¡¡PUAAJJJ!! —grito.

Ella ríe. Yo la empujo. Echamos a correr calle arriba y en el cruce nos despedimos. Ella sigue corriendo, yo me paro de golpe al encontrarme con su mirada.

—Astrid, tenemos que hablar. No estoy aquí sólo por culpabilidad.

Los ojos de Laura me atraviesan, me hacen una radiografía de la que no puedo escapar.

—Veo que eres una mujer mucho más complicada de lo que querría… Nunca fuiste mi niña, sino la suya, y todavía muerto me lo recuerda.

Pone la mano sobre su tripa con cariño.

—Él sí será mío, mi niño, mi hijo. No será como tú, eso te lo aseguro.

Mi boca sabe amarga. Mi corazón parece mudo. Un sudor frío recorre mi espalda.

—Arman es un cabrón, tú lo supiste antes que yo, como lo sabías todo… Me pusiste los pelos de punta desde que naciste, con esos ojos tan atentos. Pero a él no, él te amaba y adoraba más que a mí. Aún me lo demuestra.

Con un ademán coqueto hecha su melena perfumada hacia atrás.

—Así que no, no he venido a buscarte, ni a que me perdones. No quiero que me quieras ni que me llames mamá. Tengo que enseñarte algo y vendrás conmigo aunque sea a la fuerza. Bernard no estará siempre para ayudarte y tus artes no te servirán conmigo.

No comprendo por qué me habla así, casi parece que aquí yo soy la mala.

Astrid, capítulo 67: El último escalón


Martes, 14 de octubre de 2008

En Barcelona

Ayer se fue y ya siento como si me faltara el aire.

—Astrid, ¿estás conmigo?

Tánit intenta llamar mi atención sobre los ejercicios de clase, el viernes tenemos dos exámenes y yo estoy en las nubes pensando en Mario.

La luz de la tarde entra por las vidrieras de colores que coronan las librerías del segundo piso de Babilonia.

—Por favor, céntrate —me suplica —. Si suspendes me pego un tiro.

—Mira que al final suspenderás tú —le respondo burlona —, te centras demasiado en mí.

Tánit niega con la cabeza y me da un golpecito en el hombro.

—No seas tonta, sólo quiero que seas la Astrid que conocí, la chica que no necesitaba mi ayuda para dejar alucinados a los profesores.

Me sonrojo, pero dudo que vuelva a ser esa Astrid, demasiadas cosas han pasado ya.

La campanilla japonesa avisa de la entrada de un cliente.

—Vengaaa… —refunfuña Tánit —, mira los deberes y deja lo que pasa a tu alrededor. Además, tu tío está abajo con Noa para atender a quién venga.

—Pffff…

—Astrid… —Tánit parece agotada, supongo que me estoy comportando como una niña mimada.

—Hay que pasar página, ¿eh? —digo de repente.

Tánit me mira sin entender muy bien de qué hablo. Rebusco en mi mochila y saco el Toblerone que me compró Mario.

—Vamos a comernos mis preocupaciones —sugiero dibujando una enorme sonrisa en mi rostro.

—Creo que a eso me apunto —ríe Tánit.

Cogemos la barra de chocolate y caramelo, una de cada lado, y la partimos. Después, con los dedos manchados, embadurnando los bolígrafos y con la boca llena de dulce, nos ponemos con los estudios.

—Astrid —una voz femenina habla a mis espaldas, desde la escalera.

Me giro con la cara manchada y palidezco de repente. Laura me saluda con una enorme tripa desde el último escalón.