miércoles, 28 de marzo de 2012

Astrid, capítulo 68: La villana


Martes, 21 de octubre de 2008

En Barcelona

¿Cuánto lleva aquí? Invade mi espacio, respira mi aire y hace ver que es una madre.

—Podrías venirte conmigo a París, te gustaría —comentó llevándose a la boca un trozo de salchicha del país untada en tomate —. De nuevo podríamos ser una familia.

Yo no dije nada, me limité a poner cara de poker, como cada vez que me dirigía la palabra, y a comer con la cabeza gacha, pero tío Bernard habló por mí.

—Laura, un hijo no es un muñeco que puedes dejar en casa de un amigo hasta que te apetezca volver a jugar con él.

Tío Bernard estaba muy enfadado, no le gustaba Laura, no soportaba que estuviera allí, enrarecía el ambiente, rompía nuestro mundo que, aunque fuera raro y a veces desastroso, era nuestro, nuestro caos en orden.

—No es eso Bernard… —susurró.

Laura parecía extrañamente dócil, casi me recordaba a la madre que un día fue. Se acariciaba la tripa con gesto preocupado y me miraba con ojos llenos de añoranza.

—Últimamente, con el embarazo, no dejo de recordar a tu padre, Iván aparece en mis sueños, me pregunta por ti, ¿y qué puedo decirle?

—Que la abandonaste para llevar una vida sin responsabilidades Laura, eso es lo que deberías decirle —tío Bernard dejó el tenedor en el plato y se levantó —. Por Dios Laura —exclamó —, al menos podrías ser sincera contigo misma y ver lo que has hecho, lo que estás haciendo. Astrid ya no es la niña que dejaste en mi casa, ha crecido, se ha quedado sin infancia, y eso ha sido por tu culpa.

Una situación extraña, eso era. Tío Bernard hablaba de mí como si no estuviera en el salón, quizá de tanto desearlo me había hecho invisible, pero no era así, porque ante cada puñalada que él daba, Laura me miraba, casi lloraba.

—Soy una molestia, quizá debería irme —dijo sin dejar de comer.

—Pues quizá –respondió él —. Vuelve con tu novio, aquí no montes dramas porque no te los consentiré.

Laura calló, siguió comiendo silenciosa. En ese momento casi tuve ganas de decirle que estuviera tranquila, que no hacía falta que se fuera… Parecía perdida, algo le había ocurrido y no quería contarlo.

Me escondía. Iba del colegio a casa de la señora Valette, al taller de Violeta, al gimnasio o de paseo con Tánit, pero nunca volvía a casa hasta la hora de la cena.

—¿Y no te intriga? ¿Por qué no le preguntas para qué ha venido?

Tánit muerde su bollo y su labio superior se pinta de blanco por el azúcar glasé.

—No voy a hablar con ella, no se merece que demuestre que existe.

—No sé, es tu madre, quizá deberías perdonarla.

Es cierto, a veces olvido que Tánit es un ángel, una santa, la gran maestra del perdón; pero yo no puedo.

—No sabes lo que me hizo, no me abandonó en casa de tío Bernard, lo hizo mucho antes. Ella nunca fue mi madre, sólo me parió.

Los ojos de mi amiga se desorbitan. Me tapo la boca sin saber por qué, como si hubiera dicho una barbaridad.

—Ella te quiso, antes de que tu padre muriera te quiso.

Niego con la cabeza y miro a una pareja que va cogida de la mano, haciéndose carantoñas.

—No. Le quería a él.

Tánit me abraza manchándome y dándome un beso pegajoso en el cuello.

—¡¡PUAAJJJ!! —grito.

Ella ríe. Yo la empujo. Echamos a correr calle arriba y en el cruce nos despedimos. Ella sigue corriendo, yo me paro de golpe al encontrarme con su mirada.

—Astrid, tenemos que hablar. No estoy aquí sólo por culpabilidad.

Los ojos de Laura me atraviesan, me hacen una radiografía de la que no puedo escapar.

—Veo que eres una mujer mucho más complicada de lo que querría… Nunca fuiste mi niña, sino la suya, y todavía muerto me lo recuerda.

Pone la mano sobre su tripa con cariño.

—Él sí será mío, mi niño, mi hijo. No será como tú, eso te lo aseguro.

Mi boca sabe amarga. Mi corazón parece mudo. Un sudor frío recorre mi espalda.

—Arman es un cabrón, tú lo supiste antes que yo, como lo sabías todo… Me pusiste los pelos de punta desde que naciste, con esos ojos tan atentos. Pero a él no, él te amaba y adoraba más que a mí. Aún me lo demuestra.

Con un ademán coqueto hecha su melena perfumada hacia atrás.

—Así que no, no he venido a buscarte, ni a que me perdones. No quiero que me quieras ni que me llames mamá. Tengo que enseñarte algo y vendrás conmigo aunque sea a la fuerza. Bernard no estará siempre para ayudarte y tus artes no te servirán conmigo.

No comprendo por qué me habla así, casi parece que aquí yo soy la mala.

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