Muchos de vosotros pensaréis que no debería haber abierto la puerta, que algún detalle debería haber llamado mi atención y precipitado mi negativa. Pero me temo que si fuera así no estaría escribiendo esta historia.
Momentos después de la extraña revelación en el rellano de la escalera, tenía a cuatro individuos que no había visto en mi vida desperdigados por el salón. La anciana no dejaba de tiritar, con los labios tan morados que empezaba a pensar que se iba a quedar en el sitio. Los niños en cambio estaban tan campantes y estudiaban cada objeto, película y libro con ávida curiosidad. En cuanto al hombre que conocía mi nombre, a pesar de no habérselo facilitado, se había parapetado en una de las sillas del comedor y revisaba atentamente una libretita negra.
—¿Qué miras? —pregunté tratando de aproximarme a él y recabar más información.
—El plan —respondió resiguiendo con el dedo una lista de nombres, algunos de ellos en rojo.
—El plan —respondió resiguiendo con el dedo una lista de nombres, algunos de ellos en rojo.
—¿Plan? No entiendo.
—Sí, perdona —dijo moviendo la cabeza y llevándose la mano a la frente—. Soy un maleducado, he olvidado que aún no me conoces.
Se le había ido la olla...
—Mi nombre es Lars, ellos son Joel y Tara, en cuanto a ella —dijo señalando a la anciana—, es la última Dama de las Nieves.
Ahí ya no pude más y una risita incrédula brotó de mi garganta. De veras que intenté apagarla para no ofender a nadie, pero me fue imposible, ésta creció hasta convertirse en una auténtica carcajada.
—No esperaba que me creyeras, tampoco lo hiciste entonces.
Después de decir eso continuó como si nada y regresó a la lista sin prestarme atención.
—¿Pero vas en serio? ¿Crees que voy a tragarme esa chorrada? Bastante que vengas con eso de que ya nos conocíamos, ¿pero una Dama de las Nieves? ¿Tan tonta me crees? Puesto que os vais a quedar en mi casa agradecería un mínimo respeto.
Al instante los niños dejaron de husmear. La anciana se volvió hacia mí y me clavó una mirada tan intensa que sentí que se me helaba el alma.
—Lars no miente, nunca lo hace, y tampoco bromea —dijo Tara.
—Nos salvó y también lo hará contigo —continuó Joel.
La mujer no dijo una sola palabra, pero el frío se extendió por mi interior dejándome sin aire.
—¡Detente! —ordenó él saltando de la silla y sosteniéndome justo cuando perdía la conciencia.
Tras un gesto de desagrado, la anciana tomó una amplia bocanada y, junto con ella, yo recuperé el aliento.
—Siento que pases por esto otra vez, pero vas a tener que empezar a creerme. Llevamos mucho tiempo viajando y no podemos permitirnos otro retraso.
Isabel del Río
Febrero 2012