@IsabelDlRio / @miransaya

viernes, 3 de febrero de 2012

Nieve 04. Solos

En la era de la comunicación estamos todos solos.
Llegado el mediodía ya no sabía qué más hacer para calentarme. Acurrucada en el sofá, con la estufa encendida, la manta eléctrica en los pies y cubierta con una manta y el edredón, veía como mi cuerpo perdía calor en forma de vapor blanquecino. Los cristales estaban empavonados y los chupiteles se formaban en el exterior. Las voces nerviosas de los niños que se habían librado de las clases por la nevada habían dado lugar al triste aullido del viento.
Decidí prepararme un té caliente y consultar la red en busca de alguien que pudiera dar explicación a lo que estaba pasando. Una vez instalada en mi nuevo centro de operaciones, encendí el portátil y busque la noticia por la red, así como foros donde se hablara de ella. La mayoría de la gente decía que pronto pasaría, que debía ser un frente frío, pero muchos otros hablaban de una situación catastrófica producida por el cambio climático. Ninguna de las dos opciones me satisfizo y continúe leyendo uno a uno los mensajes que habían entrado desde el día anterior con los primeros copos. Fue entonces cuando lo leí, un joven pedía auxilio por la red en varios posts, pero sus palabras fueron lo que me puso más nerviosa, “Es como si el frío estuviera vivo y devorara todo calor. Por favor, si hay alguien cerca, ayúdenme, ya no sé con qué calentarme”. El mensaje era de la mañana de la primera nevada.
Empujada por un pálpito continué buscando mensajes semejantes, y lo peor fue que los encontré, pero cada uno parecía más aberrante que el anterior. Una mujer que vivía cerca del puerto aseguraba que el mar se estaba congelando y que incluso la chimenea de su casa se apagaba cada vez que trataba de prender los leños; una muchacha decía que se había quedado atrapada en la universidad y que se había reunido con algunos profesores en la cafetería, donde todavía resistía el calor. Pero había algo en todas sus historias que me inquietaba sobre manera, quizá era algún tipo de paranoia colectiva provocada por el frío y la angustia, pero todos hacían alusión en sus últimos mensajes a seres queridos. Uno de ellos, el de un hombre que trabajaba en la seguridad de un hospital, decía “La he vuelto a ver, con el mismo gesto grave que la última vez. Creo que empiezo a delirar, mi hija continúa ahí afuera”.
Descolgué el teléfono y llamé a mi madre. A pesar de que nuestra relación había empeorado con los años hasta hacerse casi inexistente, en ese momento necesitaba saber que estaba bien. Cuando me dispuse a marcar el número, caí en la cuenta de que se había ido de vacaciones durante una semana para ver a los abuelos.
Desistí de llamar a nadie y volví al sofá para teclear en el muro un mensaje corto “Me estoy congelando y no tengo a nadie en la ciudad. ¿Hay alguien por aquí cerca?”.

Isabel del RíoAlineación a la derecha
Febrero 2012