jueves, 2 de febrero de 2012

Nieve 03. Una imagen blanca



La realidad es aquello que queremos ver, no existen sólo blancos y negros en el horizonte.
Desperté de madrugada con el cielo aún oscuro, me había quedado dormida en el sofá mientras leía y ahora el cuello me mataba. Me dirigí a la cocina para prepararme un café, estaba atontada, pero no tenía sueño y quería aprovechar la mañana. Tosté un par de rebanadas de pan y me asomé a la ventana para ver amanecer. Entonces una mezcla de melancolía y horror se apoderó de mí al ver toda la ciudad cubierta de un espeso e inmaculado manto blanco. Nunca había visto algo así, ni siquiera en las pocas nevadas que habían cuajado décadas atrás la ciudad había adquirido una estampa parecida.
Encendí la televisión y busqué el canal de noticias 24h. Efectivamente, en el noticiario hablaron de la rareza del fenómeno de las nevadas, por lo visto no sólo la ciudad estaba cubierta de nieve, sino que la tormenta había llegado hasta las Islas donde el clima era benigno todo el año. En internet había comentarios de todo tipo y para todos los gustos, pero por algún motivo yo me sentía incómoda, no comprendía cómo los demás no se daban cuenta de que había algo espeluznante en la nieve que nos rodeaba.
De nuevo me asomé a la ventana para ver el mundo exterior, ese cuadro demasiado perfecto para ser real. En una ventana, edificios más allá, vi un rostro que también observaba la calle, pero su gesto estaba contraído, sus manos pegadas al cristal y, si me hubieran preguntado, habría jurado que estaba morado.

Isabel del Río
Febrero 2012

Nieve 02. Muerte helada


Algunos dicen que el infierno debe estar congelado.
Cuando era niña odiaba la nieve, no era de esos críos que salen a toda prisa en cuanto ven caer el primer copo, yo me encerraba en mi habitación, a oscuras y rompía a llorar. No es que fuera una niña rara, sino que mi padre murió en una ventisca.
Recuerdo el día en que ocurrió. Mi padre nos había dejado semanas antes, yo culpaba a mi madre por su marcha y ella no hacía más que gimotear a escondidas sin comprender por qué lo había hecho. Aquella tarde salí de clase, me despedí de mis compañeros y busqué la merienda en las manos de mi madre, pero éstas permanecían vacías por mucho que yo esperase clavándole la mirada. Minutos después, cuando la entrada del colegio se había vaciado de padres y niños, ella habló. Sólo dijo cuatro palabras, las suficientes para destruir mi mundo infantil: “Tu padre ha muerto”. No pude comprenderlo, él se había marchado, pero iba a volver, o eso al menos pensaba yo. Ella se dio la vuelta sin un gesto de cariño ni palabras de consuelo, su rostro era completamente inexpresivo y su mirada estaba vacía. Alcancé a preguntar cómo, no sé muy bien por qué se me ocurrió, pero quizá necesitaba una explicación que me ayudara a entender las palabras de mi madre. “Congelado”, dijo ella sin volverse.
Pasaron años antes de que alguien me dijera realmente cómo había muerto mi padre. Durante una cena en familia, mi abuelo vio que el sentimiento de tristeza no terminaba de dejarnos ni a mi madre y ni a mí, y se me llevo a un lado. Según les había explicado el equipo de emergencias que había dado con mi padre, lo hallaron completamente helado dentro de la habitación que tenía alquilada. No encontraron explicación plausible, pero imaginaron que la tormenta de nieve de la noche anterior había tenido algo que ver.
Desde entonces esos copos blancos para mí vaticinaban el fin.

Isabel del Río
Febrero 2012

Nieve



Todo empezó con la primera nevada.
Donde vivo el agua helada no es algo normal, en invierno puede hacer tanto calor como en otoño e incluso primavera, pero ese día nevó. Al salir de clase los niños estaban emocionados, se tiraban bolas de nieve sucia que recogían de los capós de los coches. Yo preferí dar un paseo con el frio abrazándome y los sentimientos de alegría y rabia de quienes se cruzaban conmigo. Para algunos el agua helada era como un regalo mágico caído del cielo, mientras que para otros no era más que un inconveniente, un problema que la naturaleza nos enviaba para complicarnos nuestras tareas diarias.
En aquel momento para mi nada tenía mucho sentido, había perdido el trabajo y mi mal humor y apatía habían ido en aumento hasta alejar a mis amigos. Ahora me sentía sola e inútil bajo la nieve. Giré por una de las calles laterales que hacían de aquella zona del barrio una especie de panal y choqué contra él. Sólo me disculpé y continué mi camino sin rumbo, ni siquiera me fijé en su rostro, quizá si lo hubiera hecho todo lo que vino después se podría haber evitado.

Isabel del Río
Febrero 2012