domingo, 15 de enero de 2012

Astrid, capítulo 66: Dame un beso de despedida



Lunes, 13 de octubre de 2008
En Barcelona

Ya se van… La gente charla nerviosa y camina rápido, chocando unos con otros, dirigiéndose al tren. Sentados en la cafetería de la estación, tío Bernard y Ernesto, hablan e intentan compartir los últimos minutos que les quedan.
Mario sorbe su café pensativo, callado, me pregunto si siempre debe ser así, o sólo en mi presencia.
—Voy a comprar un Toblerone de los gigantes, ¿vale? —. Tío Bernard asiente.
Salgo del SelfService rápidamente, no aguanto más, necesito desahogarme. La librería-quiosco está en frente, busco un rincón fuera, un lugar donde no haya demasiada concurrencia y allí me dirijo. Tapándome la cara rompo a llorar, dejo que mi pena, mi dolor, salgan en forma de lluvia salada.
Oigo unos pasos tras de mí, su mano se posa en mi hombro. ¿Por qué me ha seguido?
—Vete…, vete… —digo débilmente —, pronto estaré bien. Ahora voy.
Pero él no va a irse, se quedará, hará preguntas, como hacen todos.
—¿Qué te pasa, Astrid?
Y así empieza, no es posible que no lo sepa, que me pregunte en serio qué me ocurre. Intentando contenerme, para que nadie note mi estado, mis dudas son arrancadas, mis pensamientos se hacen palabras sin desearlo.
—¿De verdad me preguntas qué me pasa? Te vas, y no es que no lo supiera…, pero ahora estaré sola, no volveré a verte. Lo sé, te olvidarás de mí…
Espero un silencio, en él sería lo más normal en una situación comprometida, callar, pero esta vez responde.
—No me olvidaré de ti… Siempre serás… Serás…
De nuevo las dudas. Mi corazón se encoge y mi estómago se retuerce: la pena y la rabia se hacen cada vez más fuertes. No quiero prestar atención a lo que hay dentro de mí, si lo hago no seré yo misma y ahora mismo me necesito. Le miro, ignorando las lágrimas que surcan mi rostro.
—Nada, ¿verdad? Desde ayer has sido incapaz de decirme nada…
Nos acostamos y después, tras unos minutos de silencio abrazados, se levantó, se vistió y salió por la puerta. Horas después, con tío Bernard y Ernesto ya en casa, él regresó y, sin decir palabra, se metió en el baño. Dijo que se había estado despidiendo de la ciudad…
—Podemos hablar por teléfono.
Esa es su respuesta a mi desconsuelo, una charla por teléfono. Supongo que fui sexo fácil. Siento la ira invadiendo cada rincón de mi mente, cada sentimiento hermoso que los ojos de Mario desencadenan en mí… Me lanzo contra él y le abrazo. No puedo dejar que “eso” me controle, no le odio, sé que no lo hizo por eso…
—Al menos dime que me quisiste entonces, sólo eso…
Necesito una prueba, sólo eso Mario, por favor, concédemela, no dejes que enloquezca del todo por lo que siento por ti.
—Sé que soy una cría, no quiero traerte problemas, pero para mí eres mucho más importante de lo que piensas. No quiero que seas mío ni ninguna estupidez de esas, pero tampoco quiero que hagas como los demás… —. Mis labios se mueven solos, mi corazón está siendo más rápido que la oscuridad que anida en mí; sinceridad, eso es lo que estoy escupiendo entre lloros —. No quiero ser de nuevo la pobrecita niña absurda y problemática. Te quiero Mario, pero no te pido que seas mío, sólo que me quieras como a una mujer, como una amiga… Ser algo para ti es suficiente.
Silencio. Finalmente lo he dejado ir. Mi orgullo, mi impermeabilidad al mundo, todo fuera.
—Astrid… -susurra correspondiendo mi abrazo -. Para mí eres importante, me has hecho sentir algo especial… Es verdad que tengo que pensar sobre todo lo que ha pasado, pero siempre serás “algo” para mí.
Algo, pero no un algo sin propiedad ni sentido, sino mi algo, nuestro algo; no tiene definición ni forma, pero tampoco la necesita.
Le observo. Desearía que me besara, sólo para recordar la calidez de sus caricias, para saber que sus palabras son verdaderas.
—Entiende que no podemos tener una relación normal… No es posible —. Mira hacia el bar, donde nuestros acompañantes siguen con sus batallitas —. Tu tío nos mataría. Pero siempre serás algo y no me olvidaré de ti.
Le quiero y eso no lo puede borrar nada, ni tío Bernard ni mi edad.
—Despídeme, por favor, no te va a ver, lo prometo. Ahora nadie te va a ver…
Una sombra espesa, fría, nos rodea. Sé que no debería hacerlo, “eso” sonríe, piensa que el pago ya vendrá. Él se acerca y me besa con ternura.
—Gracias —digo.
Me limpio la cara y respiro profundamente. Le cojo la mano y, con el gesto mudado, le arrastro como una cría boba hasta la tienda.
—El más grande de todos –digo en voz alta señalando un inmenso Toblerone.
Él ríe y lo coge de la estantería.
—Te voy a echar de menos —musito mientras paga en caja.

(Fragmento enlazado con el nº104 de Mario)

Astrid, capítulo 65: Me quiere…



Domingo, 12 de octubre de 2008
En Barcelona

El domingo siempre me ha parecido el día más soso de la semana, el mejor para comidas en familia o paseos por la montaña.
Tío Bernard me anuncia que se van a ir a visitar a un amigo común. Me preguntan si quiero ir, pero tengo que ponerme al día con las clases, así que rechazo la oferta.
Sentada en la cama, intento comprender los apuntes de Tánit. Oigo un portazo. Al fin sola. Me recuesto con los papeles encima, estiro los brazos hacia atrás y dejo ir todo el aire en forma de suspiro; lo necesitaba, un momento de tranquilidad, sin tener que fingir. Entonces mi kit-kat se rompe. Mario, como alma en pena, aparece en el umbral de la puerta.
—Buenos días, Astrid —dice sin moverse de la puerta.
—Dirás, buenas tardes —contesto burlona.
—Eh… ¡Sí! Buenas tardes —corrige algo aturdido.
Me siento en la cama y le saludo con la mano, esperando a que se mueva o diga algo. Me parece increíble que, después de haberme ignorado tan claramente durante dos días, se haya quedado a solas conmigo.
—¿Qué tal? —pregunta sin dirigirme la mirada.
Intenta no fijarse en mí, quiere decirme algo, seguramente algo que no me va a gustar, pero no se atreve, no está seguro de lo quiere, sólo percibo confusión en él.
—Bien, estudiando —respondo, dándole tiempo —, tengo mucho trabajo por delante si quiero ponerme al día, pero creo que lo conseguiré.
Mi táctica no parece funcionar, no se sincera, sigue ahí, meditando, seguramente hablando consigo mismo, es como si yo no estuviera en este momento.
—Os vais el lunes, ¿verdad? —pregunto.
Me entristece pensar en eso. Es doloroso tener la certeza de que se va a ir, de que voy a volver a quedarme sola, ahora que al fin parecía haber encontrado a quién me comprendía.
—Sí…, por la tarde. El martes tenemos que trabajar.
Es tan frío… ¿O quizá es una máscara? ¿Intenta alejarme?
Me levanto de la cama y me acerco.
—¿Tienes que irte? —pregunto.
Me gustaría saber qué le pasa por la cabeza, saber si él siente lo mismo que yo, si también le duele irse, pero entonces explota.
—¡¡¡Astrid!!! –grita separándome bruscamente —. Creo que te has confundido.
¿¡Confundido?! ¿De qué habla? ¿Cómo se atreve? ¿A caso ha olvidado que me besó?
—No, yo no me confundo. El confundido eres tú.
Su rostro está oscurecido, una sombra espesa se cierne sobre él. Está enfadado.
—¿Y por qué preguntas si me tengo que ir? Claro que me tengo que ir…
No puedo más. Él está ahí, empujándome, rechazándome, intentando hacerme a un lado…, no puedo hacer como siempre, ponerme un disfraz, ser una fachada andante, y dejar que se aleje de mí. Al menos, si ha de irse, debería saberlo.
—Porque no quiero que te marches… Pero lo entiendo, no te enfades —digo aproximándome nuevamente a él y apoyando mi frente contra su pecho —. Tú eres el único que parece entenderme, que no me trata como si fuera estúpida o estuviera loca… —. Su corazón late con fuerza, su olor me embriaga —. Sé que hay muchas cosas que nos separan, soy consciente de ello, pero lo que siento es real, ¿no lo notas?
Miro fijamente sus ojos tristes, esos ojos que parecen comprender cada cosa que digo, que parecen saber sin necesidad de que hable. Pero quiere algo más, sigue sin poder acercarse a mí, sus dudas le atormentan. Cojo sus manos y sé que ambos lo sentimos, una corriente eléctrica que nos atraviesa. Febril, sigo esperando una respuesta. Todo es borroso, la niebla que cubre los valles al amanecer se ha colado por mi ventana, creo que voy a desmayarme. Apoyo mi barbilla en él, respirando profundamente, pero no mejoro, el calor de su cuerpo se une al mío y me siento débil, como si fuera una muñeca a punto de quebrarse. Mi corazón se acelera.
—Mario…, creo que te quiero —confieso en contra de mi propia seguridad, abriéndome, dejándole la oportunidad de que me rompa, de que me hunda por completo.
—Y yo, Astrid…
¿Ha dicho que me quiere? No puedo entenderlo. Intentaba alejarme de él…
Me rodea con sus brazos, con fuerza, como si temiera que fuera a escaparme. De puntillas, acerco mis labios a los suyos y siento la calidez de su lengua al buscarme con deseo. Tiemblo, toda mi piel se eriza y no puedo dejar de tiritar…
Él me eleva en sus brazos y me lleva a la cama sin dejar de besarme. Cuando me estira sobre el edredón le muerdo el labio inferior y río. Él me sonríe, pero casi me da miedo, su rostro, su gesto, queda entre sombras. Se quita la camiseta y empieza a desabrocharme la chaquetilla. Siento vergüenza. Es el segundo hombre con el que estoy, pero no es como con Noa, ahora puedo sentir claramente un cosquilleo que recorre mis muslos y mi vientre, un mareo que parece que me invade por momentos dejándome sin fuerzas.
Sus manos recorren mi espalda y desabrochan mi sujetador, enreda sus dedos en mi pelo, acariciándome la nuca, y vuelve a besarme, su lengua lame mi piel, la enciende en lugar de calmarla. Mis gemidos son ahogados, tengo miedo de que alguien nos descubra, temo por Mario, aunque el deseo es más fuerte que la precaución.
Desabrocho sus pantalones y, al notarlo, se los quita de golpe y se queda completamente desnudo ante mí. Debo haber puesto cara de susto porque susurra <> mientras muerde mi oreja y besa el arco de mi cuello que le conduce hasta el hombro. Sus labios recorren mis pechos y parecen contar mis costillas. Se detiene en los lunares junto a la cadera, los acaricia con la yema de sus dedos; toda duda se disipa y se hunde entre mis muslos a la vez que dejo de contenerme y le atraigo con un largo y profundo beso.
Me abraza con fuerza, ahora él también parece temblar. Su piel cálida es dorada al lado de la mía. Siento dolor, pero él me calma, me besa, y dice que todo va bien. Su respiración y la mía, mezcladas. Nuestros corazones suenan al mismo compás. Le siento como parte de mí, abrazándome, llenándome… Un cálido placer, como agua hirviente, sube hasta mi garganta y grito. Él pone sus dedos en mi boca, haciéndome callar, los beso y clavo mis uñas en su espalda como venganza, él enviste con más fuerza y clavo mis dientes en su cuello.
Su respiración se hace más rápida y pesada. La cabeza me da vueltas y siento que mis caderas se mueven solas. Una corriente sube desde mi interior hasta mi nuca y le abrazo con fuerza a la vez que le siento palpitar en mi interior.
Abrazados, bajo el edredón revuelto, contemplo sus mechones oscuros. Los ojos cerrados. Me acerco y susurro.
—Te quiero Mario.
Él no responde, pero me aprieta contra sí y yo me acurruco escuchando sus latidos.

(Fragmento enlazado con el nº103 de Mario)

Astrid, capítulo 64: Comida “tipical catalan”



Sábado, 11 de octubre de 2008
En Barcelona

Comida en familia. Tío Bernard se ha esmerado en preparar un típico almuerzo catalán: butifarra amb mongetes, pa amb tomàquet, cansalada, bolets, patates al caliu, amanida y escalibada. El vino tinto corona la mesa junto con el agua que me está destinada.
Ernesto me ayuda a poner la mesa. Mientras tanto me pregunta cómo me van las clases y si no me duele la cabeza por el golpe. Le explico que he tenido una mala temporada, pero que gracias a una amiga estoy recuperando el tiempo perdido. Sobre las secuelas del accidente, no son más que eso, están sanando.
Mario se pasea del salón a la cocina, intentando evitarme sin que lo note nadie, tío Bernard y el viejo oso ni se enteran, pero a mí no me puede engañar, supongo que empieza a arrepentirse de haberse acercado a mí, al fin y al cabo, todos los adultos lo hacen, ¿no?
Nos sentamos. Ernesto ríe hablando maravillas de un restaurante al que le llevó hace años el abuelo, tío Bernard también lo recuerda y explican anécdotas de visitas pasadas y caminatas por el campo buscando robellons. Después hablan del vino, una buena elección, dicen, y Ernesto alaba a tío Bernard por la comida.
Mario está callado, demasiado callado, ¿no se da cuenta de que así va a llamar la atención? Quizá no está acostumbrado a esto, a guardar un secreto que podría romper la realidad conocida, quizá necesita un poco de ayuda.
—El otro día Mario me hablo de El Principito, ese libro que me regalaste, ¿recuerdas? —digo cambiando de tema y dejando el gastronómico de lado —. Por lo visto es uno de sus preferidos, y me han entrado más ganas aún de leerlo.
Me disculpo por no haberlo hecho antes, lo había prometido, pero admito que últimamente he estado algo rara, quizá por la noticia de mi futuro hermanito, y que había dejado demasiadas cosas importantes de lado, que todo va a cambiar.
Arreglado. Tío Bernard y Ernesto se miran satisfechos. Es exactamente lo que querían oír. Una mirada de aprobación va en dirección al silencioso Mario.
Me excuso y voy al baño. Cuando cierro la puerta ellos empiezan a hablar en susurros. Al volver, regresan al tema culinario.

Astrid, capítulo 63: Reconciliación



Viernes, 10 de octubre de 2008
En Barcelona

Hoy lo he hecho. Me he levantado, me he duchado, he rebuscado en el armario, me he puesto unos tejanos y una camiseta roja, he desayunado, y he salido a la calle.
Ante mí, el mundo. Ha llovido y el aire está impregnado de ese olor característico a tierra mojada que me recuerda a los caracoles. Unos cruces más y llego a la rampa. Allí están, como si no hubieran pasado los días, semiocultos por el resto de estudiantes. Me acerco.
—Hola chicos —saludo.
Tánit me contempla perpleja. Noa no sabe qué hacer, me mira a mí y luego a ella, no deja de mover la cabeza como si se le hubiera ido la olla.
—Tánit, me gustaría hablar contigo a solas, si puede ser —comento.
Ella me observa, después le da un golpecito a Noa y dice:
—Deja de comportante de ese modo. Astrid, no hace falta que hablemos de nada, ya está.
—No, por favor, siento lo que pasó, de veras, yo…
Tánit se acerca a mí, me coge por los hombros y sonriente me interrumpe:
—Astrid, te perdono. Sólo prométeme que no volverás a hacerme daño, dime que serás mi amiga y que dejaras de ocultarme cosas, sólo eso.
Asiento. Sigo sin comprender cómo puede ser tan buena.
—Bueno, ¿entonces podemos volver a salir los tres juntos? —pregunta Noa agarrándonos a las dos por la espalda.
—¿No te estás pasando un poco? —dice Tánit separándolo de ella —. Por ahora no, mejor dejemos que las cosas se enfríen, ya hablaremos de eso.
Una vez en clase todo parece ir bien. Tánit me deja ver los apuntes de los días que he faltado y me pregunta cómo estoy.
—Me asustaste mucho, Astrid. Cuando me giré estabas allí tirada, sangrando bajo la lluvia… pero estás mejor, ¿verdad? Vistes distinto y todo.
De verdad la tenía preocupada, después de lo que le he hecho y se interesa de ese modo por mí.
—Siento haberte asustado, pero no fue nada, ya está, ¿ves? —digo enseñándole la cicatriz casi curada que oculta mi pelo.
—Astrid, no mientas, sí fue algo. Que le dijera a tu tío que te caíste no significa que no oyera nada, sé sincera conmigo, por favor.
Me mira fijamente, con los ojos muy abiertos, esperando a que diga algo con sentido.
—La verdad es que está relacionado con mi padre, pero todavía no sé de qué se trata —. Tánit vuelve a tener esa cara de no acabar de entenderlo del todo —. Ahora tengo ayuda, ya no estoy sola en esto, puede que todo se solucione y dejen de pasarme estas cosas.
Tánit me abraza con alegría.
—Eso espero, Astrid.
La profesora entra a clase y apunta la lección en la pizarra. Tánit me pasa una nota.
‘¿Quién es?’, pregunta.
‘Un náufrago de ojos tristes’, respondo.
‘¿Cómo? Pero existe, ¿no?’
‘¡Claro que existe!’. Le doy un codazo por lo bajo. Se ríe.
‘¿Entonces quién es?’, insiste.
‘Un chico, es amigo del librero que vino de visita. Se llama Mario’, le explico.
‘¿Es guapo?’, pregunta.
Me sonrojo. Ella se tapa la boca para que no se la oiga al reírse.

—Por favor —dice la profesora —, si tanto se divierten, ¿por qué no salen aquí y demuestran cómo se hace esta ecuación?
Tánit sale segura de sí misma. Yo con la cabeza gacha; no tengo ni idea de cómo hacer eso.