Domingo, 26 de octubre de 2008
En las cercanías de Barcelona
Al fin Laura lo ha conseguido.
—Astrid, no creo que debas ir —se opuso tío Bernard ayer noche.
—Lo sé, pero…, es sobre papá.
Eso lo justifica todo, “papá” es la palabra mágica que hace que todo sea posible y perdonable.
—Está bien —consintió —, pero si a las ocho no estáis aquí…
Le abracé.
Está preocupado por mí y por las verdaderas intenciones de la que, no hará más de un año, llamaba mamá.
Desde el asiento del copiloto puedo ver pasar campos de cultivo: verdes, amarillos y anaranjados. No hay bosques en esa zona, sólo valles y montañas bajas en el horizonte.
—¿Cuánto falta? Prometí a tío Bernard que volveríamos a las ocho.
—Pues no deberías prometer cosas que desconoces, ¿no crees? —Responde Laura.
Ella es quién ha insistido en enseñarme algo, pero no parece querer hacerlo, es como si la empujara una obligación más allá de su capacidad de raciocinio, es el miedo lo que la mueve.
El cielo se oscurece y la luna saluda tras unas pocas nubes blancas que rompen el negro firmamento.
—Debería llamarle, sino se preocupará.
Me da su móvil.
—No estés mucho rato, que después tendré que pagarlo yo.
Todo aquel aire maternal ha desaparecido en cuanto hemos subido al coche. A solas conmigo es la Laura que conocí tras la muerte de papá, la que no finge amor ni bondad; al menos he de reconocer que conmigo es sincera.
—Hola… No, no… Sí, tranquilo, mañana volveremos… —miro a Laura en busca de seguridad, ella asiente -. Sí, mañana estaremos en casa. Gracias. Yo también a ti.
Cuelgo. Laura me mira, se está mofando.
—Pensáis que soy un monstruo —dice —, pero eso es porque no os miráis al espejo.
No contesto. Intenta herirme y no voy a seguirle el juego.
—¿Te piensas que no me he dado cuenta? Esa forma en que le miras, como te observa él cuando tú no te das cuenta, me dais asco… Pero quizá deba disculparme, fui yo la que te dejo con un pervertido.
Su vista no se aparta de la carretera. Habla. Golpea. Pero eso no hace que pierda la concentración.
—No sé de qué hablas —respondo.
—Sí lo sabes —insiste —Te duele que no te haga caso, ¿eh? Bernard siempre ha actuado así, seduce lo que no le pertenece, lo desea en silencio —me mira y su sonrisa es venenosa —. ¿Acaso piensas que eres lo primero que pertenece a tu padre que le gustaría poseer?
Ríe. Sus carcajadas empañan los cristales.
—Cállate. Eres asquerosa —le digo —. Si papá te oyera… No entiendo como no se muere el niño que llevas en la tripa.
De repente el silencio nos congela. No sé cómo he podido decirle eso. Ella ha palidecido, pero en seguida vuelve a sonreír.
—Eres mi hija, de eso no hay duda.
Entra por un caminito de tierra y al fin se detiene.
—Baja —ordena.
No me muevo. Me aterra pensar que pueda abandonarme en medio de la nada.
—No seas estúpida, baja —dice, abre la puerta y deja que el frío de la noche entre en el coche.
Sus pasos son cortos y lentos, parece cansada. Ante nosotras el perfil de una casa se dibuja en la noche.
—Espera aquí —ordena.
Oigo el crujido de una puerta y, de repente, se enciende la luz.
Un sudor frío recorre mi espalda y la risa de la sombra se clava como si fueran sus dientes en mi carne. La casa que hay ante mí es la misma de mi dibujo, la misma del dibujo que me enseñó Carbón. Una casa blanca en medio de la noche.
—Esto es tuyo —dice Laura al volver a mi lado —. Era de tu padre, de su familia biológica. Hace poco me enteré de que parte de nuestros ahorros habían servido para reconstruirla.
—¿Reconstruirla? —pregunto con un hilillo de voz.
Laura se gira hacia mí, su mirada queda ensombrecida y me parece entrever el ser que me persigue encaramándose a sus hombros.
—¿Nunca te has preguntado cómo tu padre llegó a ser huérfano? —pregunta señalando con la cabeza la ventana del segundo piso —. Todos murieron quemados, todos menos él.
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