@IsabelDlRio / @miransaya

domingo, 15 de enero de 2012

Astrid, capítulo 65: Me quiere…



Domingo, 12 de octubre de 2008
En Barcelona

El domingo siempre me ha parecido el día más soso de la semana, el mejor para comidas en familia o paseos por la montaña.
Tío Bernard me anuncia que se van a ir a visitar a un amigo común. Me preguntan si quiero ir, pero tengo que ponerme al día con las clases, así que rechazo la oferta.
Sentada en la cama, intento comprender los apuntes de Tánit. Oigo un portazo. Al fin sola. Me recuesto con los papeles encima, estiro los brazos hacia atrás y dejo ir todo el aire en forma de suspiro; lo necesitaba, un momento de tranquilidad, sin tener que fingir. Entonces mi kit-kat se rompe. Mario, como alma en pena, aparece en el umbral de la puerta.
—Buenos días, Astrid —dice sin moverse de la puerta.
—Dirás, buenas tardes —contesto burlona.
—Eh… ¡Sí! Buenas tardes —corrige algo aturdido.
Me siento en la cama y le saludo con la mano, esperando a que se mueva o diga algo. Me parece increíble que, después de haberme ignorado tan claramente durante dos días, se haya quedado a solas conmigo.
—¿Qué tal? —pregunta sin dirigirme la mirada.
Intenta no fijarse en mí, quiere decirme algo, seguramente algo que no me va a gustar, pero no se atreve, no está seguro de lo quiere, sólo percibo confusión en él.
—Bien, estudiando —respondo, dándole tiempo —, tengo mucho trabajo por delante si quiero ponerme al día, pero creo que lo conseguiré.
Mi táctica no parece funcionar, no se sincera, sigue ahí, meditando, seguramente hablando consigo mismo, es como si yo no estuviera en este momento.
—Os vais el lunes, ¿verdad? —pregunto.
Me entristece pensar en eso. Es doloroso tener la certeza de que se va a ir, de que voy a volver a quedarme sola, ahora que al fin parecía haber encontrado a quién me comprendía.
—Sí…, por la tarde. El martes tenemos que trabajar.
Es tan frío… ¿O quizá es una máscara? ¿Intenta alejarme?
Me levanto de la cama y me acerco.
—¿Tienes que irte? —pregunto.
Me gustaría saber qué le pasa por la cabeza, saber si él siente lo mismo que yo, si también le duele irse, pero entonces explota.
—¡¡¡Astrid!!! –grita separándome bruscamente —. Creo que te has confundido.
¿¡Confundido?! ¿De qué habla? ¿Cómo se atreve? ¿A caso ha olvidado que me besó?
—No, yo no me confundo. El confundido eres tú.
Su rostro está oscurecido, una sombra espesa se cierne sobre él. Está enfadado.
—¿Y por qué preguntas si me tengo que ir? Claro que me tengo que ir…
No puedo más. Él está ahí, empujándome, rechazándome, intentando hacerme a un lado…, no puedo hacer como siempre, ponerme un disfraz, ser una fachada andante, y dejar que se aleje de mí. Al menos, si ha de irse, debería saberlo.
—Porque no quiero que te marches… Pero lo entiendo, no te enfades —digo aproximándome nuevamente a él y apoyando mi frente contra su pecho —. Tú eres el único que parece entenderme, que no me trata como si fuera estúpida o estuviera loca… —. Su corazón late con fuerza, su olor me embriaga —. Sé que hay muchas cosas que nos separan, soy consciente de ello, pero lo que siento es real, ¿no lo notas?
Miro fijamente sus ojos tristes, esos ojos que parecen comprender cada cosa que digo, que parecen saber sin necesidad de que hable. Pero quiere algo más, sigue sin poder acercarse a mí, sus dudas le atormentan. Cojo sus manos y sé que ambos lo sentimos, una corriente eléctrica que nos atraviesa. Febril, sigo esperando una respuesta. Todo es borroso, la niebla que cubre los valles al amanecer se ha colado por mi ventana, creo que voy a desmayarme. Apoyo mi barbilla en él, respirando profundamente, pero no mejoro, el calor de su cuerpo se une al mío y me siento débil, como si fuera una muñeca a punto de quebrarse. Mi corazón se acelera.
—Mario…, creo que te quiero —confieso en contra de mi propia seguridad, abriéndome, dejándole la oportunidad de que me rompa, de que me hunda por completo.
—Y yo, Astrid…
¿Ha dicho que me quiere? No puedo entenderlo. Intentaba alejarme de él…
Me rodea con sus brazos, con fuerza, como si temiera que fuera a escaparme. De puntillas, acerco mis labios a los suyos y siento la calidez de su lengua al buscarme con deseo. Tiemblo, toda mi piel se eriza y no puedo dejar de tiritar…
Él me eleva en sus brazos y me lleva a la cama sin dejar de besarme. Cuando me estira sobre el edredón le muerdo el labio inferior y río. Él me sonríe, pero casi me da miedo, su rostro, su gesto, queda entre sombras. Se quita la camiseta y empieza a desabrocharme la chaquetilla. Siento vergüenza. Es el segundo hombre con el que estoy, pero no es como con Noa, ahora puedo sentir claramente un cosquilleo que recorre mis muslos y mi vientre, un mareo que parece que me invade por momentos dejándome sin fuerzas.
Sus manos recorren mi espalda y desabrochan mi sujetador, enreda sus dedos en mi pelo, acariciándome la nuca, y vuelve a besarme, su lengua lame mi piel, la enciende en lugar de calmarla. Mis gemidos son ahogados, tengo miedo de que alguien nos descubra, temo por Mario, aunque el deseo es más fuerte que la precaución.
Desabrocho sus pantalones y, al notarlo, se los quita de golpe y se queda completamente desnudo ante mí. Debo haber puesto cara de susto porque susurra <> mientras muerde mi oreja y besa el arco de mi cuello que le conduce hasta el hombro. Sus labios recorren mis pechos y parecen contar mis costillas. Se detiene en los lunares junto a la cadera, los acaricia con la yema de sus dedos; toda duda se disipa y se hunde entre mis muslos a la vez que dejo de contenerme y le atraigo con un largo y profundo beso.
Me abraza con fuerza, ahora él también parece temblar. Su piel cálida es dorada al lado de la mía. Siento dolor, pero él me calma, me besa, y dice que todo va bien. Su respiración y la mía, mezcladas. Nuestros corazones suenan al mismo compás. Le siento como parte de mí, abrazándome, llenándome… Un cálido placer, como agua hirviente, sube hasta mi garganta y grito. Él pone sus dedos en mi boca, haciéndome callar, los beso y clavo mis uñas en su espalda como venganza, él enviste con más fuerza y clavo mis dientes en su cuello.
Su respiración se hace más rápida y pesada. La cabeza me da vueltas y siento que mis caderas se mueven solas. Una corriente sube desde mi interior hasta mi nuca y le abrazo con fuerza a la vez que le siento palpitar en mi interior.
Abrazados, bajo el edredón revuelto, contemplo sus mechones oscuros. Los ojos cerrados. Me acerco y susurro.
—Te quiero Mario.
Él no responde, pero me aprieta contra sí y yo me acurruco escuchando sus latidos.

(Fragmento enlazado con el nº103 de Mario)

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