Miércoles, 8 de octubre de 2008
En Barcelona
No se decide, no sabe si quiere ser otoño o verano, todavía seguimos en ese estado de incertidumbre y catarros contagiosos.
Oigo un murmullo y miro de reojo hacia la puerta. La sombra le delata, pero sigue dubitativo, como el tiempo. Me quedo quieta, esperando, prefiero no asustarlo, quiero que entre…, hay algo en él que me resulta cercano, íntimo. Estamos unidos sin quererlo.
Finalmente se decide y se sienta en el borde de la cama, junto a mí, pero a distancia.
—Hola… —dice Mario con voz suave.
Le miro e intento saludarle, pero mi lengua no es libre, ahora no…
—Hola, Astrid… ¿Qué tal? —insiste.
Siento que mi cuerpo se mueve involuntariamente, cruzo las piernas, insinuante, mis muslos y mi liguero quedan al descubierto, pero no puedo avergonzarme, bastante trabajo es para mí contenerme.
—¿Por qué llamas a tu madre en sueños?
¿Por qué narices he hecho esa pregunta? Sí, ya sé, no dejará que tenga una conversación normal con él. Mario me mira sorprendido. Me disculpo, no era mi intención, la verdad es que no quería decir eso, yo sólo… Pero al momento vuelve a ocupar su lugar de adulto y me dice que quiere hablar de mí. Seguramente se lo ha pedido tío Bernard, sería de lo que hablaban antes de que asomara por Babilonia, y ahora le toca el turno al náufrago de ojos brillantes.
Vuelvo a observarle. Tengo la sensación de que el tiempo a mi alrededor pasa más rápido que en mi cabeza, siento mi cuerpo moverse, la voz escapándose de mis labios, contemplo las reacciones de Mario, pero no soy partícipe.
—¿Te pasa algo conmigo? Ni me has mirado en todos estos días.
—Sí te he mirado —respondo.
Claro que le he mirado, él también está marcado. Pensaba que sólo era una marca de nacimiento hasta que vi que no era la única, no sé qué significa, pero él…
—Son lunares… nada más —dice.
—Es algo más que eso —respondo algo exaltada después de mostrarle la forma de pájaro que tengo en un costado.
¿Acaso no se da cuenta? ¿No lo siente? La corriente pasa de mí a él con apenas un roce.
—Lunares, Astrid… No te entiendo.
Quizá sabe aún menos que yo. La señora Valette ya me lo dijo, nuestra edad física no es la misma que la espiritual, quizá aquí soy la niña, pero en otros lugares…
—No importa. Sólo pensaba que quizá… No importa.
Regresa. Siento que regresa. Agarro mi brazo derecho con fuerza para evitar que Mario vea como tiembla. He de contenerlo. No puedo dejar que destruya lo que me une a él, no quiero perderle cuando ni siquiera le he conocido. Me duele el pecho y me cuesta respirar.
—Ese libro… Recuerdo cuando Ernesto lo buscaba para ti.
Miro a mi alrededor, ¿de qué libro me habla? En mi habitación sólo están las lecturas obligatorias del instituto. Entonces lo veo, de tapas coloridas, en las manos fuertes de Mario.
—Ah, El Principito —lo había olvidado, la verdad es que ni siquiera sabía que seguía ahí —. Me lo regaló Ber… —no, Bernard no—, tío Bernard.
Sus ojos se iluminan al mirarlo, quizá porque le gusta, quizá porque se siente atrapado en esta habitación al lado de una niña paranoica y necesita una vía de escape.
Un ruido seco, un papel cae al suelo, el tintineo de una llave, un sobre, un sobre lacrado. La habitación da vueltas, sus garras me tiran para atrás. Me sumerjo en un río de aguas turbias y revueltas. ¿Dónde estoy?¿Papá? El crujido de una rama, el chirrido de las cadenas del columpio. ¿Por qué me haces esto?
—¿Astriiiid? —la voz de Mario suena asustada, casi desesperada.
—Era de mi padre —explico.
Todavía me cuesta respirar. No me ha dejado, sigue apretándome el cuello, pero me ha dado unos segundos, Mario le atrae, sus manos le han rozado y él lo ha percibido. Eso no es bueno.
—¿Qué haces ahí? —escucho.
Parece realmente confuso. Yo ya casi me he acostumbrado a estas cosas, a ser arrastrada como una muñeca de trapo, a hablar sin mis palabras.
Intento mantener a raya lo que me controla cuando le explico cuándo recibí el sobre lacrado, cuando hablamos de Laura, cuando él me confiesa el porqué de sus pesadillas, el porqué de sus llamadas nocturnas a su madre.
El ser me golpea, quiere que calle, no desea que le dé más información. ¿Acaso teme nuestra unión? Mario parece oírle reír por la habitación mientras lucha por volver a controlarme, y a mi ya no me quedan fuerzas.
Mi cuerpo se levanta y se acerca al de Mario, le habla en susurros…
—¿Estabas solo? Demasiado solo…
Mis labios rozan su oreja.
—Yo también estoy sola… Aunque no del todo. Él me obliga a hacer cosas.
Mario me separa bruscamente. Está pálido.
—¿Qué tipo de cosas, Astrid? –ha elevado la voz, casi grita. Doy gracias a que tío Bernard no esté en casa para oírlo.
Y ahora, al fin, lo consigue del todo. Siento que me impide coger aire y sale por mi boca, hiriente, doloroso…
—Para tu madre no eras más que una carga y si ahora vuelve a ti es porque no quiere morir sola —escucho.
Esa es mi voz, pero no soy yo. Por favor, Mario, date cuenta de que no soy yo. Lo siento, oh, cuanto lo siento…
Sigo diciendo cosas que no debería decir, que no debería saber. Él se rompe, sé que le hace daño y, además, está aterrorizado. Su espalda da contra la pared, no sabe qué contestar.
Ojala pudiera contarte la verdad, ojala pudiera arrancarme el corazón y callarle de una vez por todas.
(Fragmento enlazado con el nº99 de Mario)
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