@IsabelDlRio / @miransaya

miércoles, 26 de enero de 2011

Astrid, capítulo 48: El jardín botánico



Jueves, 24 de julio de 2008

En Tenerife, Puerto de la Cruz

Susurros y palabras maulladas, silbidos entre las verdes hojas, entre el carmín, el ocre y el fuego de las flores.

Majestuosos, reinantes en su fortaleza de muros orientales y altas escaleras, de lagos habitados por nenúfares, peces de cristal y tortugas naranjas que rezan al cielo, los árboles alzan sus brazos, sus manos, sus ramas, hasta tocar el espeso mar de nubes que los cubre.

Alegres, juguetones, de canto melodioso y dulce, aves de todo tipo anidan y viven entre los pacíficos centenarios de duros y flexibles cuerpos que se balancean al viento.

—Ven mi estrella, mira los nudos de ese tronco, como se retuerce y enreda con sus hermanos para llegar hasta la luz… —su voz me sorprende en más de una ocasión mientras paseo por los senderos labrados por mano humana.

Me detengo ante una roca tallada, mujeres desnudas y de labios entreabiertos haciendo de fondo para un busto masculino, de rostro delgado, mandíbula marcada y cuidado bigote de piedra gris.

—¿Por qué tiene una figura este señor, papá?

—Fue el fundador, Astrid.

—Pero las estatuas no son para los presentes, ¿no?

—No. Las construimos para recordar a alguien importante que se ha ido.

—Pero ese señor no se ha ido, me ha explicado lo de las flores rojas, ¿recuerdas? Esas que parecen campanillas muy grandes. Dice que nacen al alba y mueren con la noche.

Él me agarró con fuerza los hombros. Me asusté, pero sus ojos parecían aterrados, las lágrimas rodaban sin perdón por sus mejillas.

—No mi princesa, no has visto a nadie —susurró con las hojas.

—Pero papá…

—No, estrella, no podemos ver nada.

No lo entendí.

Mamá me dio la mano y me llevó a pasear con ella. Él se sentó en un banco blanco como la espuma de mar y sacó una cuartilla, roída y vieja, vi como deslizaba el carboncillo por sus páginas antes de que el verdor le hiciera desaparecer.

—Astrid, ¿quieres que comamos luego en el restaurante que hemos visto? ¿Una paella? ¿Te hace?— Tío Bernard me da la mano y me conduce por los mismos caminos que recorrí con mis padres.

Asiento, y él, alejándose de mí, saca una foto. Un hombre alto, trajeado y de bigote repeinado posa a mi lado.

—Un recuerdo —dice.

¿Cómo podía haberlo olvidado?







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