domingo, 3 de mayo de 2009

Astrid, capítulo 35: El dibujo




Domingo, 4 de mayo de 2008

En Barcelona


El olor dulce de la primavera, a nuevos brotes, a flores y hierba verde, acompañan al calor y el trino alegre de los pájaros. El viento acaricia suavemente mis cabellos, haciendo bailar mi corta melena y arrancándole destellos dorados. Con los ojos cerrados, bajo la sombra de un eucalipto, me concentro sólo en un sonido, en el canto gracioso y rítmico de un ave, imagino pequeña y regordeta, cruzando el aire.

Finalmente extraigo la libreta de dibujo de la mochila y dejo al descubierto una hoja en blanco de tono avainillado y tacto rugoso. Saco una pequeña cajita de cartón y cojo un carboncillo; sólo tocarlo la yema de mis dedos se tiñe de negro.

Contemplo atentamente el paisaje, como si intentara tomar una fotografía mental, y cierro de nuevo los ojos.

—Tus sentimientos —susurro —intenta plasmar lo que sientes, hasta el más mínimo detalle…

Al principio mi mano está quieta, inmóvil, pero unos segundos después, como guiada por una fuerza ajena, empieza a deslizarse por toda la superficie virgen. Mi corazón empieza a palpitar con furia, no esperaba que fuera esto lo que me describió tío Bernard cuando me habló de canalizar las emociones por medio de la pintura. Intento pensar algo, ordenar a mis dedos una dirección, pero éstos no obedecen, continúan trazando formas que yo, con los ojos cerrados, no comprendo.

Estoy tentada a mirar, a levantarlos del papel utilizando la otra mano, pero quiero saber qué estoy dibujando, así que permanezco inmóvil, a penas sin respirar, sintiendo mí brazo mecerse sobre la libreta, escuchando el carboncillo rasgando la superficie y, entonces, para.

Temerosa, y a la vez ansiosa, abro lentamente los ojos. La luz del sol me ciega unos momentos, miro la hoja pero sólo alcanzo a reconocer líneas negras y grises sobre la superficie satinada. Me froto los ojos manchándome la mejilla derecha de carbón y, cuando al fin veo el dibujo, la libreta cae sobre la hierba verde y las flores amarillas. No es una imagen, sino varias superpuestas, como recuerdos borrosos o una pesadilla confusa.

Armándome de valor vuelvo a coger el dibujo y lo estudio detenidamente. Al fondo, como tema principal, hay una casa en llamas engullida por la noche. En una esquina, a la derecha, colgado de un gran árbol, parece mecerse la figura de un hombre.

—Papá —pienso en voz alta.

Abajo, como pie de página, estirada, pero como si en realidad flotara, la figura vaporosa de una mujer sin rostro, una mujer difusa, un espejismo. Y, finalmente, mi mirada se cruza con la imagen más aterradora: dos grandes ojos profundos y oscuros que me contemplan desde la cabecera del cuadro.

El vello de mis brazos y mi nuca se eriza. Cierro la libreta sin echar laca al dibujo y lo guardo en la mochila, cerrándola con fuerza, quizá pensando que así no podrá observarme.

Los pájaros siguen cantando, el viento sopla trayendo dulces aromas, pero yo siento que en mí todo ha sido acallado,… todo lo que me rodea está en silencio.


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