Lunes, 7 de abril de 2008
En Barcelona
Hoy el día ha despertado de mal humor, sombrío,
y como si la pasada luna nueva hubiera afectado
a todo el mundo, la gente se comporta de forma
apática paseándose con semblante agobiado y
cansado.
Tánit camina junto a mí, a buen paso, con
las manos en los bolsillos de su chaqueta
parda, sin dejar de hablar sobre la
profesora sustituta de física y los ejercicios
extra que nos ha puesto.
—¿Te parece si subimos un momento a mi casa
y así te enseño las cartas? —Tánit asiente
emocionada.
Desde que volví al instituto se ha comportado
como si no hubiera ocurrido nada, y la verdad
es que, ante todos los cambios que está
sufriendo mi vida, se lo agradezco.
Giro la llave y con un “crec-cleck” se abre ante
nosotras el portal y un aroma cálido a tostadas y
café, residuo de la mañana, me abruma durante
unos segundos.
—Bienvenida —digo sonriente haciendo un ademán teatral con la mano.
Al entrar veo que Tánit contempla las sábanas que hay arrebujadas en el sofá.
—¿Ahora tu tío duerme aquí? —Pregunta.
Asiento con gesto serio; no me gusta pensar demasiado en nuestra nueva inquilina.
Dejamos las mochilas en el suelo, junto a mi cama, y saco del cajón de la mesita de noche el paquete sedoso donde guardo la baraja.
—Pues aquí están —digo deshaciendo el nudo del pañuelo y dejándolas boca arriba sobre la colcha.
—¿Puedo tocarlas? —Pregunta contemplándolas extasiada.
—Claro —río.
Justo cuando sus dedos están apunto de coger la primera carta, El Carro, la puerta de entrada al piso chirría al abrirse y golpea con fuerza al cerrarse bajo el influjo de la ira ajena.
—¡Basta ya, Alicia! —Grita la voz de tío Bernard —. ¡No voy a consentirte una palabra más sobre ella!
Tánit palidece, como si la hubieran pillado con las manos en la masa, en medio de un robo o algo peor. La agarro y la arrastro tras la puerta de la habitación.
—Shhh… —susurro.
Ella asiente nerviosa.
—Tu a mi no vas a mandarme callar, ni a decirme de quién puedo hablar —espeta Alicia con tono autoritario —. Eres mi prometido, no lo olvides, y cuando me preguntaste si quería ser tu esposa no venía en el lote una cría psicótica y obsesionada con el ocultismo.
El estómago me gruñe, intento silenciarlo respirando profundamente y apretándome con ambas manos la tripa.
—¡No te permito que hables así de Astrid y esta es mi última advertencia! —Ruge tío Bernard —. Ella tiene más derecho que tu a estar aquí, ella se merece mi amor, no tu.
—Siempre has tenido debilidad por los perros abandonados —se mofa —, pero es una niña, no un cachorro, y no estoy dispuesta a desperdiciar mi juventud cuidando a una mocosa que ni siquiera es mía.
—Tampoco estuviste dispuesta a renunciar a tus deseos de ver mundo por mi —contesta él entristecido —, te marchaste Alicia, en medio de los preparativos… casi dos años sin saber de ti, sólo una postal de vez en cuando, ¿ahora vuelves y quieres que todo sea como antes?
—Si no es así, ¿por qué narices me presentaste como tu prometida? —Pregunta ella rabiosa.
—Esperanza, quizá —apenas se le oye, lo musita, como si hablara para sí mismo.
—Entonces será mejor que me vaya, no voy a luchar por un pozo lleno de esperanzas —un portazo pone punto final a su frase.
Tan solo los sollozos incontrolados de tío Bernard rompen el silencio que se ha alojado incómodamente en el salón, asomando por el pasillo. Un fuerte golpe casi me hace salir corriendo en su ayuda. Algo cae al suelo, se estrella y se rompe en mil pedazos; así debe ser como él se siente, porque lo siguiente que escucho es la puerta.
Unos segundos después salimos de nuestro escondite.
—¿Estás bien Astrid? —Pregunta Tánit, todavía paliducha, acariciándome la espalda con aire comprensivo.
No respondo, mi mente está concentrada en los pequeños trozos relucientes, en las aristas de vidrio que brillan y dibujan diminutos arco iris en su interior, pequeños sueños arrancados por la luz del sol que se cuela por la ventana de la cocina. Contemplo ausente el jarrón roto y pienso en tío Bernard, me pregunto si habrá vuelto a Babilonia o estará corriendo, buscándola.
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