Jueves, 28 de febrero de 2008
En Barcelona
De rodillas rebusco en las pocas cosas que hay arrebujadas en mi maleta. La verdad es que, excepto por las pesadillas que me persiguen, siento que estoy empezando una nueva vida, pues todas mis pertenencias se quedaron en mi antigua casa. Me es difícil imaginar que otra niña pueda estar durmiendo en mi cama, jugando con mis cosas, meciéndose en el viejo columpio del gran roble del jardín… Un escalofrío recorre mi columna haciéndome dar un brinco. Necesito alejar esa imagen de mi memoria.
Finalmente lo encuentro, al fondo de todo, cubierto por dos camisetas de tirantes, el sobre lacrado a mi nombre sigue allí. Cuando mi madre me ordenó que hiciera la maleta fue lo primero que metí en ella, la carta y mi peluche preferido, pero desde entonces nunca la he vuelto a mirar; la verdad es que incluso la ropa me ha quedado pequeña, siempre parece que vaya con piratas y camiseta de tres cuartos.
—Dos años y medio… —pienso en voz alta — ¿Tanto tiempo ha pasado ya?
Pero por mucho tiempo que pase sigo imaginándome que él aparece por la puerta, que dice mi nombre alegremente y todo vuelve a ser como antes.
—Astrid —oigo tras de mí.
El corazón casi se me sale por la boca. Me giro temerosa de verle de nuevo con aquel aspecto de muñeco de trapo: la lengua asomando entre sus labios manchados de sangre, el cuello fuera de su lugar, demasiado largo, sin consistencia, como si no hubiera hueso que lo aguantara, como la cabeza de un muñeco de esos con muelle. Tío Bernard, con un gesto de ilusión en sus ojos, esta en el umbral de mi puerta llevando un paquete en las manos.
—¿Qué haces en el suelo? —me pregunta reprendiéndome.
Mi palidez no es debida al malestar, la fiebre parece haber remitido y me siento mucho mejor, pero él ha preferido que me quede en cama un día más. “Una enfermedad mal curada es peor que la enfermedad en sí”, me ha dicho por la mañana cuando intentaba convencerle de que estaba bien, seguramente repitiendo una frase que su madre le debió haber dicho una y otra vez.
—Toma —dice con una sonrisa tan amplia que puedo ver todos sus dientes blancos y alineados, cada uno de ellos sonriéndome también.
— ¿Qué es? —pregunto sentándome en la cama.
—Venga, ábrelo —apura retorciéndose las manos nervioso. Miro su expresión jovial en su nuevo rostro rasurado. Ahora sí que parece mi hermano mayor.
Rasgo el papel y el plástico de burbujas, y dentro encuentro un precioso libro titulado: El Principito / Le Petit Prince. Observo a mi tío, pienso que pronto, como no deje de sonreír, se le quedara esa cara de tonto para siempre.
—Nunca lo he leído —comento examinando el volumen y ojeando las hermosas páginas con ilustraciones a gran tamaño y claramente hechas a mano –. Prometo que hoy mismo me pongo con él.
Parece complacido. Analizo el remitente, viene de Sevilla, de su amigo el librero, ese tal Ernesto, aunque no ponga su nombre sí está el de su tienda. Le contemplo, ¿por qué se habrá molestado tanto en buscarme este libro? Cojo el sobre a mi nombre y lo coloco entre las hojas de mi nuevo y preciado tesoro, del primer objeto de mi recién estrenada vida.
— ¿Qué es eso? —pregunta él reconociendo la caligrafía de su difunto hermano.
—Algo para lo que aún no estoy preparada —respondo dejando el libro sobre la mesita de noche y recogiendo el papel y el plástico que hay esparcido sobre las sábanas azules de mi cama.