Martes, 19 de Febrero de 2008
En Barcelona
El frío suelo hiela mis pies. Aprieto mi espalda contra la pared, intento fundirme con la esquina más oculta y sombría de la habitación, hacerme invisible. Presiono mis rodillas contra mi pecho, sintiendo mi corazón desbocado. Sudor, como finos dedos de niños muertos, recorre mi nuca, mi columna, haciéndome estremecer.
La luz del pasillo se enciende, una figura alta y de espaldas anchas aparece en el umbral. Cierro los ojos con fuerza. Sus manos me cogen y levantan como si no pesara nada, su pulso es rítmico. Me siento mejor, ya no hay qué temer. Me estira en su cama, siento las sábanas tibias al rozarme mientras me cubren. Se sienta junto a mí, acariciándome el pelo, intentando calmarme.
—Por favor Astrid, dime qué te ocurre —pregunta tío Bernard en susurros, como si estuviera dormida —, déjame que te ayude.
No puedo decírtelo, pienso, no quiero que me odies. Me acurruco oprimiendo mi mejilla izquierda contra la almohada, huele a él. Sólo papá me entendía, y ahora está muerto. Rompo a llorar.
Tío Bernard se estira a mi lado y me abraza. Alarga el brazo para darle al interruptor.
—No la apagues —ruego entre sollozos.
Su calor me embriaga, es como un bálsamo que aleja todo mal. Cierro los ojos, me concentro en su respiración, en su pecho cálido contra mi espalda, en sus brazos protegiéndome, siento su aliento en mi nuca, ya no hay dedos lívidos que la recorran. La oscuridad me envuelve. Al fin podré descansar.