lunes, 17 de noviembre de 2008

Astrid, capítulo 28: Cuando errores desgarran felices momentos

Domingo, 23 de marzo de 2008

En Barcelona


Tío Bernard me prometió que iríamos a pasear por la ciudad, así que, con Babilonia cerrada y las cuentas y papeles en un cajón, me ha llevado al Parc de la Ciutadella.

El viento hoy parece más manso que ayer, estos días se ha comportado como si alguien le hubiera ofendido, remetiendo contra todo lo que encontraba a su paso, llevándose con él aquello que no estuviera bien sujeto. Desde la librería, colocando libros y atendiendo a curiosos, la mayoría extranjeros que han venido a España para ver la famosa Semana Santa, aunque según mi opinión para eso venir a Barcelona es perder el tiempo, podía contemplar los arrebatos del enfurecido viento y los estragos que hacía pasar a las personas que intentaban pasear por las calles grises de la ciudad; chicas con pelo revuelto corrían junto a sus novios o amigas gritando como bobas, como si eso fuera a amansar la rabia que los céfiros sentían por sus largas melenas, ensañándose con ellas.

El cielo de un azul de mil tonalidades se intercala con las nubes espesas, blancas y grises. A intervalos el Sol sonríe a los paseantes y a los niños que juegan bajo su luz. Las gárgolas y estatuas: grifos, dragones, quimeras y dioses griegos,… guardan las fuentes y a sus habitantes. Olas de luz blanca se reflejan en las alas de los colosos de piedra, los patos nadan y chapotean a su alrededor, y los niños juegan sin temor, mientras sus ojos grises, sin vida aparente, vigilantes, no dejan que ninguna sombra se aproxime. Unos metros más allá el sol ilumina la marquesina haciendo resplandecer el mármol de sus escalones, coloreando el tejado negro que protege de las inclemencias del tiempo a sus visitantes. Los timbres de las bicicletas, las risas y gritos de los niños, los distintos silbidos y gorjeos de los pájaros, el viento entre las hojas,… el canto del parque lo inunda todo enmudeciendo los coches y rugidos de la gran ciudad.

—Astrid, ¿te gusta? —pregunta tío Bernard.

—Mucho —respondo sonriendo.

Hacía ya tiempo que no sentía tanta calma. Me siento segura junto a él, apoyando mi cabeza en su hombro, sentados en un banco, observando el ir y venir del día.

— ¿Quieres que nos sentemos a comer algo en la hierba?

Asiento con la cabeza y cojo su mano alegremente. La siento, cálida y fuerte, aferrando la mía. Mi corazón se alboroza y mis mejillas toman el color de las flores de los arbustos que crecen a los laterales del camino.

— ¿Te ocurre algo? —Pregunta —Estás colorada.

—No, nada, sólo pensaba, estoy muy a gusto contigo aquí, lejos de todo y de todos.

La miel de sus ojos parece derramarse bajo los brillos del sol, sus labios me muestran que él también se siente feliz junto a mí.

Se sienta sobre el verde césped, apoyando su espalda contra un árbol, yo me acomodo a su lado y él me abraza divertido, haciéndome cosquillas.

— ¡Para, para! —me río.

El también ríe, alegre, feliz,… Ambos somos felices al estar juntos. Y entonces sucede, entonces lo hago, me equivoco, fallo, erro, soy una estúpida. Mis brazos rodean su cuello, mis ojos velados no ven su reacción cuando mis labios rozan los suyos, cuando le beso olvidando que no debería hacerlo. Él se estremece, no me rechaza, pero tampoco me corresponde. Cuando me aparto veo el hielo en su mirada, sus ojos, siempre tan cálidos, se han apagado. Lívido me contempla con los brazos a los lados. Yo me aparto espantada, ¿cómo he podido hacerlo?

No decimos nada, ni una palabra, no lo comentamos ni en ese momento, ni cuando comemos los bocadillos que preparó antes de salir de casa, ni a nuestro regreso en un incómodo silencio, ni siquiera cuando las luces se apagan.

Sola, tendida en la cama contemplo el techo. Un nudo presiona mi garganta, una terrible tristeza, una angustia asfixiante me invade. Ahogo mi llanto apretando mi cara contra la almohada. Él no ronca, no está dormido, sigue despierto, turbado por lo acontecido. Pero yo sé que ahora me odia, me odia por obligarle a pensar en esto.

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