Lunes, 10 de marzo de 2008
En Barcelona
Un gran nubarrón gris adormece la ciudad. Al fondo, sobre el mar, puedo ver una cortina blancuzca que cubre el horizonte. Quizá la lluvia llegue hasta aquí.
Miro nuestros pies peligrosamente asomados al vacío. Abajo, muy abajo, queda la calle. En el terrado todos los problemas parecen más pequeños; espero que Noa piense igual.
— ¿Y qué es lo que le pasa a tu padre? —pregunto.
Aprieta su cuerpo contra el mío, el viento sopla con fuerza y traspasa la ropa helando nuestros huesos, mi chaqueta de lana y su sudadera poco sirven de abrigo.
—Esquizofrenia paranoide —responde contemplando el movimiento oscilante de una palmera que, desde donde estamos, parece extrañamente cercana —. Antes era normal, ¿sabes? Cuando mi abuela vivía todos salíamos a pasear la mañana del sábado y tapeábamos en uno de los bares del barrio —se frota el brazo izquierdo, el que queda lejos de mí, después lo aprieta con fuerza —. Cuando ella murió él cambió. Siempre estaba asustado. Empezó a levantarse por las noches, a hablar solo,… mamá le encontró varias veces acurrucado en un rincón del baño lloriqueando como un niño —Siento un escalofrío que eriza el pelo de mi nuca —. Entonces comenzó a beber, decía que acallaba las voces, pero no era verdad. Se volvió violento. Empezó a pegar a mamá, un día casi la asfixió con sus propias manos. Fue entonces cuando le ingresaron —traga saliva —. Pero no tardó mucho en salir. Con la medicación adecuada y sin alcohol en sangre casi volvía a ser el mismo de antes —Noa se detiene y respira profundamente por la nariz; esto le duele. Le cojo las manos y mi gesto parece darle valentía —. No tomaba las píldoras, volvió a la bebida, mamá no podía hacer nada, estaba aterrada, temía por su vida y, además, en los momentos de calma, seguía siendo su marido. El primer día que me pegó dijo que se lo habían ordenado. Decía que era un mal chico, que había algo horrible en mí y que debía doblegarlo. Después ya no necesitó excusas —sus ojos enrojecidos apenas pueden permanecer abiertos, se esfuerza por conservar la compostura —. Sé que debéis pensar que mi madre es una mala persona, pero sólo está asustada, sólo quería advertiros. Siempre que veía a mi padre pegándome ella se ponía en medio, pero yo no podía soportarlo, así que empecé a insultarla para que no se acercara, fingí que realmente había algo monstruoso en mí, que me pasaba lo mismo que a mi padre —sin poder contener su tristeza, su rabia e impotencia, Noa suelta mis manos y se tapa la cara —. Ahora me odia, me odia por todo lo que le he dicho, pero yo sólo quería protegerla.
Las lágrimas dibujan surcos salados en sus mejillas. Beso un camino, sello el otro con mis labios. Sus ojos del mismo color que la mañana lluviosa me demuestran que en ellos sí hay amor, no como en los de su padre.
— ¿Por qué no se lo cuentas todo? —le pregunto.
Nuestras bocas se unen, son un mismo palpitar, un mismo grito: ¡¿Por qué tenemos que cargar con la maldición de nuestros padres!?
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