jueves, 17 de julio de 2008

Astrid, capítulo 17: Botas negras

Domingo, 9 de marzo de 2008

En Barcelona


Desde que Noa se ha “instalado provisionalmente” con nosotros añoro los días en que sólo éramos tío Bernard y yo; ya dicen que aprecias las cosas cuando se han ido.

Ya son las siete de la tarde, el cielo está completamente negro y algunas de las callejas que me llevan a casa parecen pozos que me devoran obligándome a apretar el paso. Me pregunto por qué algunas calles de la ciudad aparentan estar olvidadas.

Tío Bernard ha ido este mediodía a votar y después, a pesar de ser domingo, se ha pasado la tarde intentado hacer cuadrar unas cuentas.

—Chicos, ¿podéis acercaros a un 24 h y comprar papel para el baño? —preguntó tío Bernard hace unos veinte minutos.

—Yo iría, pero todavía no he terminado un trabajo y tengo que entregarlo mañana —dijo Noa.

Poniendo los ojos en blanco me encasqueté en mi chaqueta roja de lana, me puse las zapatillas, cogí un billete de la pipa de porcelana de la cocina y abrí la puerta de la calle.

—Trae también huevos y agua mineral, por favor —escuché justo al salir.

Desde que hay dos hombres en la casa parece que todo se termina antes, especialmente la comida.

Cargando con media docena de huevos, un paquete grande de papel de váter y una garrafa de 5l de agua, sudo la gota gorda para llegar a casa y, en las malditas calles oscuras, siento que el peso me ancla en esta nocturnidad espesa que alarga sus garras tratando de retenerme.

Plik, cric, cric,…

Hacía dos manzanas que sentía que algo andaba tras de mí, pero ante mis miedos prefería no hacer mucho caso.

Creck, creck,…

Pero el miedo no da patadas a las piedrecitas ni pisa hojas secas.

Acelerando veo una farola encendida cerca. Al llegar al círculo de luz protectora me siento mejor. Unas botas asoman de las tinieblas, se detienen. “Eso” es peor que mis temores, no estoy a salvo de “eso” por mucha luz que me rodee.

La noche parece fría, pero la humedad hace que mi camiseta se empape con rapidez. La bolsa de plástico tira de mi muñeca y la garrafa parece pesar cada vez más; siento mis dedos doloridos. Oigo pasos tras de mí. No me detengo. Ya vislumbro mi portal. Trato de ir más rápido, pero la puerta metálica de mi edificio no se acerca.

— ¡Por qué! —Pienso — ¡Déjame llegar!

Saco las llaves del bolsillo con un esfuerzo sobrehumano, al incrustarlas en la cerradura creo que mi brazo izquierdo va a ceder por el peso.

¡POM! A salvo. A salvo. A salvo.

Subo los dos escalones que llegan al piso de tío Bernard, abro la puerta y la cierro con fuerza.

—Astrid, ¿pasa algo? —pregunta tío Bernard mirándome desde el sofá con sus gafas de pasta negra enmarcándole los ojos.

—Nada, nada —respondo. El mal ha quedado fuera, en la noche —. Tranquilo.

Lo dejo todo en el suelo de la cocina y abro la nevera para guardar los huevos.

¡Ding-dong! El timbre de la puerta. El sofá cruje. Tío Bernard gira el pomo y la abre. Un golpe seco le hace recular. Un filo brilla bajo la luz del salón. Tío Bernard lo esquiva de milagro, consigue asir la muñeca de su agresor y retorcerle el brazo tras su espalda. El peso del hombre fornido que ha irrumpido en la seguridad de mi nuevo hogar hace retumbar sus muros. Tío Bernard retuerce más su muñeca, su brazo. El asaltante grita de dolor, la navaja chilla contra el suelo. Sus botas… son las mismas, yo le he conducido hasta casa. Tío Bernard patea el cuchillo que va a parar bajo una de las butacas.

— ¡Astrid! —No deja de apretar a su atacante contra la pared — ¡Llama a la policía! ¡¡Rápido!!

Cojo el teléfono y marco el número que indica la pegatina bajo el auricular. Noa me quita el aparato y cuelga.

— ¡¿Qué haces!? —grito.

—No, por favor —suplica tristemente mirando al hombre grande y de aspecto desaliñado que ya no pelea por escapar de la llave de tío Bernard —. No llaméis a la policía. Es mi padre.

— ¡¿Pero qué dices!? —Le empujo y recupero el teléfono — ¡Podría haber herido a Bernard! ¡Podría haberle matado! –vuelvo a marcar el número.

—No volverá a hacerlo, por favor, se irá, no volverá a hacerlo. Llamaré a casa, lo prometo —Noa agarra mi brazo, pero no me impide seguir marcando.

—Astrid, trae unas bridas.

Tío Bernard ata las manos del padre de Noa y cogiendo la navaja la deja sobre el mármol de la cocina.

—Llama —ordena a Noa.

—Mamá —silencio —. Por favor mamá, papá está aquí —la voz estridente de la madre de Noa suena desde el otro lado —. No, nadie está herido. Sí, esperaremos —cuelga.

— ¿Qué ha dicho? —pregunto.

—Le vendrán a buscar —responde.

Pasamos media hora en silencio. Yo observo las botas negras desde la butaca más lejana. Noa permanece en pie junto al marco del pasillo. Tío Bernard prepara unos bocadillos de queso para cenar. No toco el mío.

Finalmente suena la puerta. Tío Bernard abre.

— ¡¿Pero qué le ha hecho!? —Pregunta la madre de Noa abriéndose paso hasta su marido — ¿Te ha hecho daño Pedro? —sus manos tiemblan al tocarle, su voz pierde fuerza. Él la mira con el ceño fruncido, con una sonrisa macabra en los labios.

— ¿Es aquí señora? —preguntan dos hombres de blanco.

Estudian las ataduras y le obligan a levantarse. El padre mira a su hijo; no hay amor, no existe agradecimiento en sus ojos. Los hombres de blanco lo sacan a rastras. La mujer los sigue.

—Un momento —dice tío Bernard tendiéndole el filo —. No sé que ocurre aquí, pero si su marido o usted vuelven a acercarse a mi casa, a la tienda, a Astrid o a Noa, no seré tan indulgente —Ella mira la navaja y se estremece —. Debería dar las gracias a su hijo, si no fuera por él su marido estaría metido entre rejas.

La madre de Noa le mira, descarada, a los ojos.

— ¿Ahí es dónde cree que debería estar? —Pregunta con cierto tono de ironía —Está enfermo, como lo estuvo su padre, y el padre de éste antes que él. La prisión no serviría de nada —observa a su hijo con desprecio —. Sigue escondiéndote aquí, pero algún día volverás, ya verás. Eres cómo él, exactamente igual, y cuando te ocurra, ¿crees que ellos cuidarán de ti? –Se ríe ruidosamente —Te mandarán a prisión, ya le has oído.

Las luces de la ambulancia se alejan en la noche. Tío Bernard no dice nada. Lleva los platos a la cocina y oigo el agua correr. Noa se derrumba silencioso y abatido en el sofá. Yo prefiero guarecerme en mi habitación. Cierro la puerta y mi vista cae sobre el paquete morado.

—Mejor hoy no —me digo a mí misma.

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