Domingo, 24 de febrero de 2008
En Barcelona
En Barcelona
La luz del sol se cuela entre las hojas de los árboles haciendo hermosas cenefas en el suelo de tierra color chocolate. El sonido de la cascada artificial me transporta a otros mundos, otros lugares, otros tiempos, cuando papá seguía vivo y me hablaba de las ninfas de los ríos, las nereidas de los mares y las hadas de los bosques.
—Astrid, necesito preguntarte algo —dice tío Bernard obligándome a abandonar mi mundo imaginario.
Me giro y le observo. Viste unos tejanos descoloridos, una camiseta color vino y una chaqueta de punto gris oscuro. En la mano lleva un botellín de agua que ha comprado en el quiosco de la entrada por si tengo sed.
— ¿Qué ocurre? —le pregunto.
Sus ojos centellean dando la impresión de que una llamarada cobriza los enciende, pero sólo es la luz del sol reflejada en su mirada. Su boca se tuerce. En estos días la barba le ha crecido mucho y la mitad de su rostro ha quedado oculto tras una mata de pelo rojo, creo que intenta parecer mayor, darme más seguridad, o quizá quiere sentir que es capaz de cuidar de mí.
—Verás, he estado hablando con tu madre —traga saliva. Le cuesta decirme lo que está mascando, no me había comentado nada sobre sus conversaciones con mi madre —. Laura quiere quedarse en Francia —se rasca la mejilla izquierda y mira al suelo. Yo no entiendo muy bien por qué se pone tan nervioso.
— ¿Quiere que vaya? ¿Es eso? Te vendré a visitar, yo…
—No Astrid, no —me interrumpe. Agachándose se pone a mi altura y me mira fijamente, me veo reflejada en el mar castaño de sus ojos —. Tu madre ha vendido vuestra casa con todo lo que había dentro. Se quiere quedar en Francia, quiere cortar con todo lo que la ligaba a tu padre —sus manos se aferran a mis hombros. ¡¿Cómo ha podido mamá vender la casa!? —. Astrid, quiere enviarte a un internado hasta que cumplas la mayoría de edad. No piensa volver y no quiere que tú vayas —sus palabras me arrastran al abismo, su voz, su dulce voz, me hunde.
Me doy la vuelta, siento que mi codo golpea algo sólido, pero no compruebo el qué, salgo corriendo. Corro, huyo, quiero desaparecer.
La campanilla japonesa canta tímida. La puerta se abre y se cierra. Sus pasos son sólidos, su voz firme, pero no le escucho. Sólo veo el suelo ensombrecido por la tarde. Él enciende los focos de Babilonia, la luz arranca brillos, destellos, a las tijeras plateadas que sostengo entre mis dedos.
—Astrid, ¿qué has hecho? —entiendo al fin sus palabras.
Miro a mi alrededor y dibujo en mi mente el cuadro que él debe estar contemplando: su sobrina, sentada en el suelo de la tienda, con unas tijeras en la mano, rodeada de rizos dorados, de mechones de pelo, segados, el parquet es ahora una fosa común de pelo muerto.
Sus manos acarician las mías, el filo suena metálico sobre el mostrados y él vuelve a mí.
—Astrid, ¿por qué lo has hecho? —pregunta.
Sabía que algo iba mal, yo lo sabía, pero no quería creerlo,…
—No quiero parecerme a ella, yo también quiero borrarla —mi voz no parece mía, suena temblorosa, débil —. No me importa que ella me abandone —los ojos me arden, siento que algo trepa por mi garganta y queda encallado en donde salen los sonidos de mi boca —, pero, ¿por qué tu quieres mandarme allí? ¿Por qué vas a dejar que ella me encierre? —“Laura” es un eco en mi cabeza, ya no es “mamá”, es “Laura”, es “ella”. Mi tristeza, mi impotencia, se desborda, las lágrimas empapan mi cara, no puedo reprimirlo, siento que me falta el aire —No me dejes, por favor —no puedo seguir hablando, mi voz es muda.
Siento su abrazo, él también tiembla, se aparta para acariciarme la cara, para besarme las mejillas, los párpados, la frente.
—Jamás te dejaría Astrid —él también está llorando —. Te dije que quería preguntarte algo, siento no haber empezado por ahí, haberte causado todo este sufrimiento. Dime Astrid, ¿quieres vivir conmigo? ¿Quedarte conmigo? –sus ojos llorosos, encarnados, me preguntan algo para lo que ya tienen respuesta.
Me arrojo a sus brazos, cae hacia atrás, quedando sentado, me acurruco contra él.
—No iré a ningún lado sin ti —susurro acariciando con el dedo índice su labio herido, él era lo que había golpeado mi codo en la huida.
Me pregunto cómo se habrá preocupado buscándome durante todo el día. Sé que ahora sonríe. Acaricia mi pelo corto y oigo una risa ahogada.
—Tendremos que ir a una peluquería, ¿crees que habrá hoy alguna abierta?
Yo también río, nuestras carcajadas inundan la estancia, cada librería, cada título. Prefiero no mirarme al espejo.
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