Domingo, 17 de Febrero de 2008
En Barcelona
El bullicio, veintenas de personas apelotonadas, empujándose, rozándose,… se concentraban en la estrecha calle de altos edificios, algunos antiguos, otros de obra nueva, repletos de tiendas con carteles brillantes y coloridos, y olores dulces y pegajosos de gofres y helados. Agarré con fuerza mi bolso negro, que más que eso era la bolsa de saco que me habían dado en una zapatería por la compra de un par de botas la última vez que fui de compras con mi madre. Las personas me arrollaban, golpeándome, haciéndome perder el rumbo que tenía fijado; en aquel tumulto una chica delgada y de 1.52m apenas era perceptible. Una cuarentona, vestida como si fuera a misa y perfumada como si tuviera que ocultar algo, me zarandeó con tal fuerza que perdí el equilibrio y estuve apunto de volcar como un carro viejo con el eje roto. Tío Bernard se dio cuenta del suceso y pasó su brazo tras mi espalda protegiéndome de la gente que, a pesar de ser fin de semana, corría de un lado a otro como si llegaran tarde a una cita.
—No dejes que te empujen, ponte firme, sujeta tus pertenencias, y si es necesario saca el codo —me dijo intentando dibujar una sonrisa cómplice.
Tío Bernard no era muy dado a la sonrisa, tampoco al trato cariñoso, pero era amable y, a pesar de que no estuviera con él por gusto, no podía decir que me faltara de nada.
Ante nosotros una gran plaza de baldosas grises apareció brillante bajo la luz azulada de la tarde. Al fondo, las arcadas romanas y la gran catedral gótica se alzaban recordándonos que había habido muchos otros antes allí, diciéndonos, quizá, que no debíamos darnos tanta importancia.
Frente a los escalones de piedra de la catedral, paraditas de toldo crudo y verde oliva se sucedían con montones de personas zumbando y revoloteando como abejas atraídas por el polen. Los ojos marrón avellana de tío Bernard se iluminaron y con un toquecito en el hombro, como si un pajarillo hubiera alzado el vuelo, me hizo entender que iba a mirar algunos libros en el mercadillo de antigüedades. Yo me quedé a una distancia prudencial mientras él pasaba de mesa a mesa revisando los tomos añejos que se ofertaban junto a joyas, muñecas de caras grotescas y fantasmales, llaves de hierro y latón, fotografías color sepia y cartas ajadas.
Al llegar el viernes al mediodía a casa, sobre la mesita de café del salón había un sobre de color hueso con dos sellos de flores. Dejé la mochila en el sofá marrón de dos plazas y me quedé, quieta, mirando el matasellos francés.
—Es para ti —dijo tío Bernard desde la cocina —. Es de tu madre.
Emocionada, cogí con manos temblorosas la preciada carta y la rasgué sin esperar un instante, temiendo que se esfumara entre mis dedos si la aguantaba demasiado tiempo. En ella encontré otro sobre, cerrado, a nombre de tío Bernard, para mí sólo una hoja de cuartilla en la que mi madre me explicaba que le encantaba Francia y que había visitado París, sus tiendas y cafés, la Torre Eiffel y los Campos Elíseos. Decepcionada entregué el sobre a su destinatario, el cual lo aceptó quizá más sorprendido que yo. Línea a línea su rostro fue cambiando, agravándose, hasta que, al final, intentó cambiarlo por un gesto amable y sin decir nada sobre su contenido me recordó que era la hora de comer.
—Vamos Astrid, no hay nada que me interese para la tienda —dijo tío Bernard dándome unos toquecitos en la espalda, invitándome a proseguir nuestro paseo; el pequeño gorrión había vuelto a seguir incubando el huevo de la serpiente…
Subiendo una rampa de metal nos internamos en una calleja de piedra antigua que pasaba junto a la catedral, junto al viejo ayuntamiento adornado con espantosas gárgolas, y, al fondo, irreal, iluminado por la luz roja del atardecer, un puente cruzaba los muros, de un lado a otro, de un color blanco límpido, de formas semejantes a las pinturas de un mural, una extraña visión en aquella ciudad que tan gris me parecía.
— ¿Te gusta? —preguntó tío Bernard —Tengo unos libros estupendos que hablan de la época de su construcción, si quieres podría prestártelos.
—Pero Laura, es tu hija, no puedes hacer esto —decía tío Bernard en voz baja desde la trastienda el sábado por la mañana mientras yo colocaba algunos libros en los estantes —. No, no puedes, me da igual lo qué piense Arman, tienes una responsabilidad y ella no se merece esto —el siguiente silencio me hizo entender que mi madre hablaba desde el otro lado, justificándose —. Laura, cómo puedes ser así, era su niña, era la pequeña de Ivan… —el nombre de mi padre asomó como un fantasma en la tienda vacía. — ¡No Laura, también es tuya! —alzó la voz y en seguida la volvió a bajar creyendo que no le había oído nadie — ¿Y qué piensas hacer? –preguntó dándose por vencido — ¡¿Pero qué clase de madre eres?! No, no me cuelgues, Laura, Laura,… —él quedó en silencio unos segundos, después oí el campanilleo del teléfono al colgar y pálido salió llevando unas cajas.
— ¡Tu no eres mi padre! —grité.
Algunos de los transeúntes que paseaban por aquella antigua y mágica calleja se giraron sorprendidos. Los ojos de tío Bernard me miraron tristes, como los de un cachorro que mira al exterior desde el escaparate de una tienda de animales; la víbora había asomado y le había arrancado al pajarillo algunas plumas en su ataque.
—Sé que no soy él Astrid, y jamás querría ocupar su lugar. Yo también le hecho mucho de menos… —bajó la mirada y se agachó poniéndose a mi altura —Pero, ¿crees que podrías aceptarme?
Aceptarme, aquella palabra, “aceptación”, era justo lo que yo deseaba, que me aceptaran, que el novio de mi madre me aceptara y me dejara estar con ella, que mi madre aceptara que mi padre se había ido dejándonos solas, que no sólo la había abandonado a ella, que los niños me aceptaran como una más,…
—Sí. Creo que esos libros podrían gustarme.
Cálidos, sus ojos me miraron, por primera vez su sonrisa fue real, me cogió la mano y los dos nos dirigimos a la Plaza Sant Jaume para merendar un bocadillo de salchichas del país; pero, por lo general, dos especies tan distintas no pueden convivir.