Os he
hablado mucho de Carrie, la protagonista de Rojo
sobre Negro, pero en esta ocasión quiero ahondar un poco en un personaje que
comparte con ella el protagonismo: Anne.
Anne
llega a conocer a Carrie por una situación excepcional en su familia y, así
como Carrie tiene un núcleo familiar fuerte, Anne es la representación de la
soledad más profunda; un alma buena arrojada a los lobos.
Tras
sus cabellos rubios y su mirada de hielo, se esconde la misma pasión por los
libros que siente Carrie, algo que servirá de nexo de unión entre ellas. Un
punto de partida que las llevará a conocerse más allá de lo que creían posible,
y a entender frases de poemas y novelas que creían parte de la fantasía de los
autores.
Anne es
un personaje femenino fuerte y silencioso. Pero silencioso, no porque otorgue,
sino por su conociemiento sobre lo que se esconde tras el velo.
Este
personaje nació de un recuerdo de infancia que quise desarrollar. Me siento
identificada con muchos aspectos de Carrie, pero Anne tiene ese carisma que no
te deja indiferente.
Cuando
releía por primera vez la historia, me descubrí enamorándome de ella, como uno
se enamora de esos personajes a los que le gustaría conocer en la realidad,
para conversar con ellos con una taza té y, en caso de Anne, compartir
conversaciones de literatura y ratos al piano.
Y es
que no hay amor más puro que el que sentimos en la infancia. Esas amistades que
de adultos recordamos con una especie de cariño agridulce, como una fotografía
en sepia que nos resulta vagamente cercana y al mismo tiempo inalcanzable.
«… tras
mi trece cumpleaños, tuvimos una invitada. Durante un año se mudó con nosotros
una chica noruega. Anne era mayor que yo, hija de una compañera de mamá. Unos
problemas familiares la obligaban a viajar a su país y pidió a mis padres si
podían hacerse cargo de Anne durante el curso. Mi madre se vio reflejada en
aquella madre soltera que, de pronto, se encontraba a cargo no sólo de su hija,
sino de una madre enferma a medio mundo de distancia.
Al principio se me hizo extraño compartir
habitación con ella. Mis padres acoplaron una cama supletoria junto a la mía y
recuerdo sus sollozos cuando creía que todos dormíamos.
Anne era callada, pero muy amable y, según
pasaban las semanas, empezó a acercarse a mí. Al principio me observaba. Me
hacía gracia que se ocultara tras los libros como yo, aunque los suyos eran
sobre mitología; tema que la fascinaba. Después empezó a compartir conmigo
algunas de sus lecturas e incluso leíamos a cuatro manos.
(…)
Nos gustaba debatir sobre nuestros
distintos puntos de vista. Uno de los libros preferidos de Anne era una edición
antigua de La Odisea,
un tomo viejo con cubiertas deshechas y páginas amarillas que daba miedo tocar.
Lo trajo con ella entre sus pocas pertenencias y nunca se separaba de él; creo
que era lo único que le quedaba de su padre. Yo conocía muy bien la historia
gracias a mi madre, quien me la había relatado en mil ocasiones cuando era
pequeña, y entre Anne y yo siempre hubo polémica en torno a su héroe.
(…)
Anne desprendía un aura arcana e
inalcanzable. Exudaba melancolía y su belleza era indudable, pero al mismo
tiempo efímera y volátil, como si pudiera quebrarse con un soplido. A veces
sentía que si alargaba los dedos hacia ella, se convertiría en ceniza.
Ausentes de lo que nos rodeaba, pensábamos
en ese mundo extraño y lejano en el tiempo, donde las mujeres eran hechiceras o
princesas, y los hombres viajaban dejando corazones rotos en cada isla.»
Fragmento
de ‘La Invitada’, de Rojo sobre Negro