domingo, 10 de febrero de 2013

Nieve 22. Fría culpabilidad



Si me detenía un segundo y los observaba atentamente parecía como si no ocurriera nada más allá de la mesa del salón. Tara se sentía mucho mejor y Lars había calentado algunos víveres. Después de servir unas tazas de café y un cuenco de leche con miel para la pequeña, Max sacó un libro de su mochila y empezó a leer con una voz calmada y suave que resultaba hipnótica para todos los que ocupábamos la habitación.
“Recogí esta brizna en la nieve.
Recuerda aquel otoño,
en breve
no nos veremos más.
Yo muero.
Olor del tiempo brizna leve,
recuerda siempre que te espero”*
La cadencia oscilante de la lectura de Max tenía el mismo efecto en Tara y Lars que en mí. Sentía cómo me pesaban los párpados y cada músculo de mi cuerpo se relajaba lentamente. Antes de dejarme ir, eché un vistazo a mis compañeros: la pequeña respiraba pesadamente con la cabeza apoyada sobre los brazos; el hombre que decía ser mi guardián permanecía inmóvil y erguido, pero su respiración era tan pausada que sabía que estaba dormido; y nuestro flautista sonreía, bailando sus labios con cada palabra.
Y me permití descansar.

Olfateé el aire frío y puro. Un aroma que me hacía salivar llegó hasta mí, traído por el viento. Una presa herida y suculenta. Aullé. Llamé a mis hermanos y padres.
Mis garras se hundían en la nieve y la potencia de mis cuartos traseros me permitía alzarme y correr; sentirme invencible. A unos metros descubrí un cuerpo.
Se me erizó el pelo y enseñé los colmillos en señal de peligro, deseando que no se levantara, que no se acercara a mí.
Los míos llegaron poco después y todos tuvieron la misma reacción. Todos excepto padre. Su imponente figura avanzó con seguridad hasta el cuerpo y empujó la silueta grácil y pálida hasta darle la vuelta. Sus cabellos negros se desparramaron por la nieve como sangre caliente y su rostro se iluminó con un gesto de incredulidad.
—¿Dónde está? —preguntó la mujer—. Vosotros le salvasteis la vida y él nos da caza.
Mis hermanos gruñeron ante las palabras que sonaban a amenaza, pero padre hizo un gesto de cabeza y todos callaron.
La humana alzó la mano manchada del rojo que pintaba su interior y ahora también su vestido, y padre acercó su hocico hasta ella. Mantuvieron aquella posición varios minutos. Después ella miró al cielo, respiró profundamente y murió.
El aullido de padre desgarró el aire y todos supimos qué debíamos hacer. Nos abalanzamos sobre el cuerpo y nos alimentamos sin saber que ese sería el pago por nuestra bondad pasada, la pérdida de nuestra inocencia.

Desperté acurrucada sobre un cojín que antes del cambio utilizaba para sentarme en el suelo y ver la televisión.
Estudié la habitación. Max seguía leyendo, aunque ahora en silencio, a un lado de la mesa. Tara dormía profundamente y Lars había desaparecido de mi campo de visión.
—¿Dónde ha ido? —pregunté sintiéndome espoleada. Algo en mi interior me decía que nada bueno vaticinaba su desaparición.
Max miró en derredor.
—¿Te refieres a Lars? Me ha pedido que te dejara descansar y ha dicho que él mismo iría a ver si encontraba a Joel.
La rabia y el miedo se apoderaron de mí al mismo tiempo, haciéndome vibrar con tal violencia que estallaron los cristales del salón. Salté por la ventana y busqué algún rastro que me indicara dónde estaba Lars. Seguí las leves pistas que había ido dejando en su recorrido, pero me detuve ante una mancha roja en la nieve.
Era su olor. Su sangre.
Apreté los puños y me clavé las uñas en las palmas de las manos. Les había fallado. 



*Guillaume Apollinaire