martes, 22 de enero de 2013

Nieve 19. Pasos Blancos



Llevábamos una hora sin descansar. Parte del camino que yo había recorrido para llegar hacia el supermercado, ahora resultaba inaccesible para Max y no podía abandonarlo para ir hasta el piso donde Lars y los niños me aguardaban, aunque empezaba a estar francamente preocupada.
Unos veinte minutos después de que Max despertara, sentí una ruptura, como si una de las burbujas tuviera una brecha, y estaba demasiado lejos para comprobar qué había ocurrido.
—Algo te pone nerviosa —dijo Max a mi espalda.
Gracias a la protección que nos rodeaba, había podido aligerar su abrigo y ahora volvía a escrutarme con sus intensos ojos marrones.
—No es nada —respondí. Aunque era consciente de que él tenía un extraño poder sobre mí y podía ver más allá de mis palabras. No entendía muy bien porque, pero parecía inmune a mi frialdad.
—Puedo arreglármelas solo. Si tienes que ir a algún lado…
Un escalofrío recorrió mi columna y me tensé. Con un movimiento que pasó totalmente desapercibido a Max, me coloqué a su espalda, con mis manos rodeando su cuello.
—Por supuesto —susurré a su oído—. ¿De verdad crees que sobrevivirías dos minutos sin mí?
Max sonrió, parecía gustarle aquello. O era un morboso o buscaba la muerte.
—Sé que me has protegido con algo, pero si eres capaz de mantenerlo, no veo por qué no podría aguantar hasta tu regreso —. Se volvió hacia mí y musitó—. Soy consciente de que estoy a tu merced.
Mi pulso se aceleró y sentí unas súbitas ansias por salir corriendo, pero me mantuve ante él, conteniendo lo que parecía invadirme por momentos ante su presencia.
—Si me voy no podré protegerte de ellos —dije señalando hacia la nieve.
Los edificios a penas se veían a través de una espesa niebla blanca que nos rodeaba, los copos no dejaban de caer como una lluvia de primavera, y todo cuanto podía verse era blanco… Al menos para Max.
—¿A quiénes te refieres? —dijo relajando la postura que tan nerviosa me había puesto y convirtiendo sus ojos en dos rendijas que buscaban en el horizonte.
Me parecía imposible que no los hubiera percibido. Llevaban siguiéndonos desde que habíamos salido del edificio donde él se escondía. Eran al menos una docena. No hacían ruido ni dejaban huellas en la nieve, pero para mí eran tan visibles como una gota de sangre en una copa de nata.
—Digamos que no son amigos —expliqué dándole un suave empujón para que continuara en la dirección opuesta.
Max no preguntó. Dio media vuelta y caminó obediente, mirando por encima del hombro cada movimiento que yo realizaba y, a nuestras espaldas, sentí los ojos sin vida de doce fantasmas que pronto serían muchos más.