Martes,
4 de noviembre de 2008
En
Barcelona
Las
calles de Barcelona me parecen inhóspitas y extrañas. Siento como si nunca
hubiera estado en ellas. Tengo frío y hambre, pero no tengo dinero y no puedo volver.
Su sangre, reseca y marrón, sigue cubriendo mi mano, mi bolsillo está lleno de
ella. No sé cómo está, ni qué le ha ocurrido.
Mis
pasos resuenan en la madrugada. No hay nadie en la calle, sólo algunos gatos
deambulan buscando el calor de sus guaridas.
—¿Astrid?
Una voz
conocida, una voz temida. Me giro y veo a Noa. Está despeinado y con la camisa
medio desabotonada; viene de haber pasado la noche de discotecas.
—¿Qué
haces aquí?
Salgo
corriendo. Pero él es más rápido y tiene las piernas más largas, me alcanza
fácilmente.
—¿Por
qué huyes de mí?
Me
agarra y ve mi mano. Sus ojos me examinan buscando la herida.
—¿Cómo
te lo has hecho?
—La
sangre no es mía —respondo.
Él
palidece.
—¿Cómo?
¿Y de quién es?
No
puedo continuar con esta conversación. Siento que eso vuelve. Quiere robarme el
control. No quiero hacerle daño.
Mi puño
golpea su cara y siento un “crek” bajo mis nudillos. Las lágrimas brotan de sus
ojos a la vez que, de nuevo, veo el rojo intenso de la sangre. Me suelta
atemorizado. Me quedo quieta, mirándole, y lo comprendo: he de marcharme o le
haré algo mucho peor.
De
nuevo me interno en los callejones oscuros. Ahora no le escucho seguirme. De
nuevo estoy sola y no sé a dónde me dirijo.