domingo, 6 de enero de 2013

Nieve 18. Ángel de hielo


En cuanto puse un pie en el rellano sentí un alivio inmediato. El aire era más ligero y limpio, el frío restauraba mi piel, o más bien la cambiaba, pues a cada segundo que pasaba me alejaba más de la Bethannie que un día fui.
Él iba completamente cubierto, aunque eso no le salvó de recibir una fuerte sacudida cuando empezamos a bajar las escaleras. Max temblaba de pies a cabeza de tal forma que todo su cuerpo se convulsionaba. Temía que no llegáramos siquiera a la calle. Quizá yo no lo percibía, pero el frío que nos rodeaba empezaba a ser imposible para cualquier forma de vida que hubiera conocido en el pasado.
Le observé a través de su expresión física, de sus movimientos, y comprendí que iba a perder el conocimiento. Su organismo exhudaba vapor, tratando de conservar el poco calor que quedaba en él, y eso le estaba llevando al límite. Tomé sus manos cubiertas por dos pares de guantes de nieve y lo atraje hacia mí. Sentí su cuerpo frágil y quebradizo entre mis brazos, contra mí pecho. Estuve tentada de apretarlo de tal forma que se partiera en dos y así beberlo, comerlo, saciar lo que mis tripas pedían retorciéndose en mi interior, pero entonces Max respiró profundamente y murmuró algo. Debía estar inconsciente porque repetía una frase inconexa tras otra y el pasamontañas que cubría su rostro empezó a humedecerse por sus lágrimas.
Suspiré aliviada al comprender que no podría hacerle daño a pesar del hambre que sentía. Por algún motivo, Max despertaba en mí sentimientos que creía muertos.
Me concentré y sentí como una nueva burbuja me rodeaba, nos rodeaba, y lentamente él dejó de temblar, su corazón recuperó el ritmo, sus dientes ya no castañeaban y relajó los músculos.
Cedí y me dejé caer sobre las baldosas grises de la escalera. Abracé a Max y lo acuné con dulzura. Cuando abrió los ojos no sé qué pudo ver, pero alzó una de sus manos enguantadas y posándola en mi mejilla dijo:
—Eres un ángel, ¿verdad? Es eso.