En
cuanto puse un pie en el rellano sentí un alivio inmediato. El aire era más
ligero y limpio, el frío restauraba mi piel, o más bien la cambiaba, pues a
cada segundo que pasaba me alejaba más de la Bethannie que un día fui.
Él iba
completamente cubierto, aunque eso no le salvó de recibir una fuerte sacudida
cuando empezamos a bajar las escaleras. Max temblaba de pies a cabeza de tal
forma que todo su cuerpo se convulsionaba. Temía que no llegáramos siquiera a
la calle. Quizá yo no lo percibía, pero el frío que nos rodeaba empezaba a ser
imposible para cualquier forma de vida que hubiera conocido en el pasado.
Le
observé a través de su expresión física, de sus movimientos, y comprendí que
iba a perder el conocimiento. Su organismo exhudaba vapor, tratando de
conservar el poco calor que quedaba en él, y eso le estaba llevando al límite.
Tomé sus manos cubiertas por dos pares de guantes de nieve y lo atraje hacia
mí. Sentí su cuerpo frágil y quebradizo entre mis brazos, contra mí pecho.
Estuve tentada de apretarlo de tal forma que se partiera en dos y así beberlo,
comerlo, saciar lo que mis tripas pedían retorciéndose en mi interior, pero
entonces Max respiró profundamente y murmuró algo. Debía estar inconsciente porque
repetía una frase inconexa tras otra y el pasamontañas que cubría su rostro
empezó a humedecerse por sus lágrimas.
Suspiré
aliviada al comprender que no podría hacerle daño a pesar del hambre que
sentía. Por algún motivo, Max despertaba en mí sentimientos que creía muertos.
Me
concentré y sentí como una nueva burbuja me rodeaba, nos rodeaba, y lentamente
él dejó de temblar, su corazón recuperó el ritmo, sus dientes ya no castañeaban
y relajó los músculos.
Cedí y
me dejé caer sobre las baldosas grises de la escalera. Abracé a Max y lo acuné
con dulzura. Cuando abrió los ojos no sé qué pudo ver, pero alzó una de sus
manos enguantadas y posándola en mi mejilla dijo:
—Eres
un ángel, ¿verdad? Es eso.