sábado, 26 de mayo de 2012

Nieve 15. Sangre helada


Era la sensación más maravillosa que había sentido nunca. No podía compararse con nada. Mientras bajaba las escaleras me quitaba la ropa hasta que mi piel estaba cubierta sólo por un vestido vaporoso blanco que solía utilizar para dormir. Correteaba descalza sobre la nieve y sentía su tibieza entre mis dedos. El paisaje era sobrecogedor, los edificios se habían convertido en gigantes, en colosos de hielo, y algunos de ellos ya se habían derrumbado a causa del viento y del frío, otros ardían en llamas doradas que cubría los alrededores de fina lluvia. Para mí era el paraíso.
Me detuve y recordé los motivos de mi salida, debía encontrar comida y quizá algo de ropa limpia para los niños. Mi anterior yo susurró en mi memoria. Muy cerca de allí había un supermercado, así que aceleré para llegar lo antes posible.
A penas pude reconocerlo, el muro de hielo exterior era tan grueso que casi me había pasé de largo. Acerqué mis manos a la congelada superficie y ésta cedió en tornándose vapor de agua. Abrí las puertas introduciendo los dedos en la rendija central y analicé el nuevo espacio en el que me encontraba. Los cadáveres cubrían el suelo del establecimiento, las cajeras yacían sobre el lector de códigos de barras, los compradores se habían desplomado por los pasillos, incluso una mujer había muerto con la cabeza en la nevera de los helados. Me acerqué a uno de ellos para examinarlo, un hombre adulto de complexión media y con prominentes entradas, su piel ahora era violeta y una telilla fina cubría sus ojos abiertos. Habían perecido congelados, eso explicaba por qué no hedía a muerte en el interior.
Cuando llegué a la sección de verdura y fruta me alegró comprobar que el frío conservaba algo más que un montón de cadáveres. Llené un carro con provisiones: fruta, verdura, pan, cereales, leche, carne, huevos… Incluso algún dulce para que los niños se premiaran.
De repente, un calambre cruzó mi vientre y sentí como mi interior rugía rabioso. Estaba muerta de hambre y la comida que había ingerido no significaba nada para mi nuevo cuerpo. Mis ojos se posaron sobre una gran pieza de buey congelada en la nevera de la carnicería, me aproximé con sigilo y la rocé con los dedos adquiriendo una templanza más que apetecible. Con la sangre cubriendo mis manos, me abandoné a los instintos que me reclamaban desde hacía días y perdí la consciencia por unos segundos. Cuando volví en mí, me sentía fuerte y satisfecha, la sensación de dolor había desaparecido, así como toda la carne roja del mostrador. ¡¿Cuánto había comido?! Me toqué el vientre y apenas parecía hinchado.
Salí de allí espantada por acciones y me arrodillé en la nieve para limpiarme la sangre que cubría mi rostro, cuello y brazos, aunque el vestido no tenía remedio.
De nuevo empujé el carrito y busqué la sección textil. Eché al interior algunas camisetas de colores, pantalones, sudaderas, polares y ropa interior para Tara y Joel, también algunas piezas para que Lars cambiara su indumentaria, y me detuve ante un vestidito azul de primavera con estrellas brillantes por todas partes. Me desnudé en medio del pasillo, busqué mi talla y un espejo de cuerpo entero. Di un brinco al ver mi reflejo, ¿esa era yo? Mi físico, mis ojos, e incluso mi pelo habían cambiado. Reseguí con las manos mi cuerpo y recordé las veces que había deseado algo parecido, por lo visto no sólo había mutado mi interior.
Satisfecha por las nuevas adquisiciones, decidí regresar y preparar un festín a mis compañeros de piso. Empujaba el carro sobre la nieve que se convertía a mi deseo en una pista de hielo por la que las ruedas patinaban a toda velocidad. Una risa infantil y cristalina brotó de mis labios en aquel mundo apocalíptico que me hacía sentir mariposas en el estómago.

Alcé la vista al cielo y sonreí a las nubes negras de tempestad que sumían a la ciudad en una noche blanca y muerta. Al bajarla para continuar mi camino, algo me retuvo. En la ventana de un ático, sentado tras el cristal de la ventana, un hombre me observaba.