lunes, 30 de abril de 2012

Nieve 13. Dolor blanco


Las cosas no suelen salir cómo planeábamos y, aún sin hacerlo, nos decepcionan.
Lars volvió a alzar los brazos sobre la cabeza para indicarme qué esperaba de mí. Resoplé, hastiada por tanta práctica, y nos rodee en una burbuja de protección cristalina.
—Perfecto. Sabía que podías hacerlo —dijo él con ese gesto que supuestamente significaba orgullo.
Me desplomé en una de las sillas del salón y observé cómo Joel jugaba con unos naipes viejos de Scooby Doo que guardaba en la mesilla del teléfono.
—¿Dónde está Lara? —pregunté ante la triste imagen del niño solitario.
Ante mi pregunta, Lars se tensó y empezó a revisar todas las habitaciones. Por lo visto no era la única que se había dado cuenta del cambio en el comportamiento de Lara.
Cubrí mi rostro con ambas manos y esperé, dejé que el tiempo cobrara su ritmo natural, resultaba agotador permanecer con ellos. Era consciente de los esfuerzos de Lars por enseñarme cuál era mi nuevo yo, pero muchas cosas se le escapaban, él no conocía el verdadero cambio que se había operado en mí.
Sentí una mano en mi espalda y después escuché un quejido débil, como el de un animalillo asustado. Me descubrí y miré a mi alrededor. A un lado vi a Lara, que había aparecido, y a Lars, que la regañaba con tono sombrío. Cerca de mí, con la espalda contra la pared, Joel me observaba tembloroso y pálido.
—¿Te encuentras bien? —pregunté. Alargué la mano para comprobarlo, pero el niño me rehuyó hacia la puerta de la cocina—. Vamos, no voy a morderte —bromeé.
Entonces me mostró la palma derecha. Había sido él quién me había tocado y también quién había proferido el quejido. La piel que me mostraba estaba enrojecida y surcada por ampollas purulentas, parecía como si la hubiera puesto sobre un hierro al rojo.
—Yo… Lo siento —musité al comprender que era culpa mía.
Ya había visto sus reacciones cuando me movía a velocidad normal, pero no me había parado a pensar qué ocurriría si me tocaban mientras me encontraba en aquel estado.
—Estabas tan fría que ardías —dijo el niño entre sollozos de dolor.
De todos los nuevos compañeros que me había encontrado, a quien más admiraba era a Joel. Ese crío era capaz de soportarlo todo por el bien de su hermana y, por algún motivo, ahora también por el mío. Me arrodille y abrí mis manos ante el en forma de cuenco.
—Permíteme, sé que eres valiente… —susurré sólo para él.
El niño asintió y dejó su mano herida sobre las mías. Cerré los ojos y me concentré. Si podía hacer daño, también podía curar, sólo era cuestión de modificar la materia y ya lo había hecho con otros objetos, congelándolos y derritiéndolos, incluso para cambiar su forma. Dejé de respirar y me permití ser yo misma durante una eternidad para mí y unos minutos para Joel. Cuando regresé, él lloraba con una extraña sonrisa en los labios.
—¿Te he vuelto a hacer daño? —pregunté sintiendo cómo la culpabilidad volvía a cobrar importancia en mi ser.
—No, para nada —dijo él—, pero he visto a mamá.
Lars, que nos observaba en silencio mientras Lara se escabullía en un rincón del salón, musitó algo entre dientes que no acabé de entender, porque Joel se había abrazado a mí con tal fuerza que apenas pude controlar mis ganas de morderle.

Isabel del Río
Abril 2012