domingo, 18 de marzo de 2012

Nieve 10. Aullidos blancos




Dicen que el olfato atrae los recuerdos, por lo visto es el más fuerte y primigenio de nuestros sentidos.
A mí alrededor todo era blanco, pero no sentía frío. La nieve cubría el horizonte, la tormenta golpeaba sin tregua los árboles y montañas que me rodeaban. No reconocí el paisaje y traté de hacer memoria para recordar cómo había llegado hasta allí. Estaba en el salón de mi casa y luego… Era incapaz de ver qué había ocurrido, simplemente desperté en medio de la nieve.
Unos profundos aullidos se alzaron sobre el silencio espeso y me rodearon, los lobos blancos surgieron de la niebla y pasaron de largo sin percibirme. El instinto me lanzó tras ellos, corría como el viento y la pasión arrancó un aullido de mi garganta. Era una más y mis patas volaban sobre la nieve, mi pelaje brillaba bajo los rayos de la tormenta.
El grupo se detuvo y husmeamos el aire. Olía distinto, entre el aroma de la nieve había algo más, un hedor que sólo yo reconocía, que recordaba de otra vida. Nos dirigimos con cautela hacia el lugar de dónde provenía y vimos un hatillo azul en medio de la blancura. Fui la primera en adelantarse hacia el bulto, lo empujé con el hocico y busqué en el interior, pero algo me agarró y di un brinco para escapar de lo que hubiera entre las ropas. Entonces fue nuestra madre quien se aproximó y abrió el hatillo con la pata.
Un cachorro pelón y sonrosado apareció entre las ropas. Todos nos acercamos y lo examinamos: olimos su piel y el poco cabello que cubría su cabeza. Era un ser extraño y débil, al instante empezó a llorar por el frío. Padre tomó una decisión y su rugido rompió con la indecisión del grupo. Empujamos a la cría hasta volver a cubrirla y uno de mis hermanos tomó el paquete entre sus fauces. Y así reemprendimos la marcha hacia nuestro hogar, más allá de las montañas.
La criatura se convirtió en nuestro hermano y creció fuerte gracias a la leche de nuestra madre, pero seguía siendo frágil y pasaba el tiempo encerrado sin poder correr y retozar con nosotros. Un atardecer, al regresar de una jornada de cacería, lo encontramos moribundo entre la nieve, a penas con un hilo de vida que lo separaba de la eterna morada.
Padre aulló y clavó sus fauces en su cuello. Sus dientes atravesaron la carne de nuestro hermano como si fuera mantequilla y su sangre pintó el suelo de carmín. Todos lloramos, entonamos la canción de nuestros ancestros y ocurrió lo imposible. Nuestro hermano abrió los ojos, pero ya no era el mismo, ahora nos atemorizaba.

Isabel del Río
Marzo 2012