martes, 6 de marzo de 2012

Nieve 08. Los hijos de la nieve



Puede que el miedo sea capaz de detener tu corazón, pero también de congelar tus ideas en el pasado, en lo malo conocido.
No sabía si valía la pena continuar con aquella conversación. A pesar de su irrealidad, una vocecita en mi interior me decía que no mentían y eso me aterrorizaba. Cuando miraba a los cuatro personajes de mi salón y después me volvía hacia el paisaje helado del exterior, sólo podía pensar en mi padre.
—No quería asustarte, pero necesitamos tu ayuda —dijo Lars devolviéndome al momento presente.
—¿Y cómo pretendes que lo haga? Hablas de algo demasiado grande, no es como preparar una tarta.
Mis manos temblaban, no de frío, sino por el sentimiento de inseguridad que me embargaba.
La anciana se puso en pie y a pasos muy pequeños se acercó hasta mí. Alzó la mano y la puso sobre mi mejilla. Su tacto era tan suave y frío que habría jurado que me tocaba con un objeto de mármol. Sus labios se separaron y, al principio, de ellos sólo brotó vapor de agua. Todo era violeta y blanco en ella, realmente no era de este mundo.
—Me quedan pocos minutos y es necesario que quede una, aunque no sea perfecta.
Mi cuerpo se tensó. La voz juvenil y sensual que acababa de oír era la de la anciana. Estudié la reacción de Lars y los niños, pero era obvio que la única sorprendida era yo.
—Hace un año éramos cientos… —los ojos de la mujer se llenaron de tristeza y pequeños copos de nieve rodaron por sus mejillas—. Fuimos envenenadas y mis hermanas murieron. Por suerte, algunas de ellas se habían reproducido con humanos.
De nuevo su voz me ponía la piel de gallina, pero había prestado atención a sus palabras.
—¿Queréis que os ayude a encontrar a esa…, semi dama de las nieves? —pregunté.
—En realidad —dijo Lars—, los que estamos en esta habitación somos los últimos que quedamos en el planeta.
Tara dibujó una sonrisa de satisfacción en su rostro infantil.
—¿Ellos son damas? No lo entiendo.
—Su madre era una dama, su padre humano murió y los crió su abuela, pero con las primeras nevadas la mujer falleció. En mi caso tuve la suerte de crecer entre ellas, mi madre era una dama y mi padre un Rak-sak.
—Está bien, perfecto, os creo —ahora temblaba de pies a cabeza y la mano de la anciana se me antojaba cada vez más fría, así que me aparté tratando de no ser grosera—. Pero, ¿para qué necesitáis encontrar a otra dama si ya lo sois vosotros?
—En nuestra especie sólo las hembras tienen el don, los hombres son guardianes y, hasta el padre de Lars, él mismo y Joel no había vuelto a nacer un Rak-sak. Lara es demasiado pequeña, no está madura y no puedo transferirle la lágrima de cristal. En cuanto a ti…
Al escuchar cómo empezaba la frase me tapé los oídos de forma involuntaria. Mi mente viajó muchos años atrás, cuando todavía vivía mi padre. Estaba en mi habitación, jugaba con una bola de nieve que él me había traído de su último viaje; pude recordar claramente la colección que se alineaba sobre la estantería de los cuentos. En aquel momento sólo tenía ojos por la pequeña ninfa plateada que había en el interior de la esfera, pero los gritos de mis tentaron a espiarlos a través de la puerta de la cocina. Husmee sin llegar a salir de la segura oscuridad del pasillo, ellos trataban de no alzar la voz, pero mi madre estaba fuera de sí.
—¡Estoy harta! ¿Y encima tienes la cara de confesarme eso? ¡¿Cómo puedes creer que voy a perdonarte?! ¿Quién es ella para ti? Desapareció y os abandonó, pero nada importa, ¿verdad? No puedo más…
Las voces se hundieron en mi memoria, junto con los sollozos de mi madre. Sentí que Lars cubría mis manos con las suyas y abrí los ojos. Su mirada de hielo me atravesaba como si pudiera leer mis pensamientos y emociones.
—Sé que no lo deseas escuchar, pero eres nuestra única opción, no podemos volver a fallar. Regresar ya no es una posibilidad.
—¿Por qué yo? No soy importante, os estáis equivocando, por favor…
La anciana reculó para darnos espacio.
—Aunque tú no me recuerdes, te conozco Beth. Ese vacío que hay en tu interior se llenará —dijo Lars sin apartar sus manos de las mías.
—Y después moriremos…
—Eso ya ha pasado. Ahora intentamos cambiarlo.
Sus ojos chispearon y por un instante me vi reflejada, pero esa no era yo, o al menos no la que veía en los espejos.
Isabel del Río
Marzo 2012