Era la
sensación más maravillosa que había sentido nunca. No podía compararse con nada.
Mientras bajaba las escaleras me quitaba la ropa hasta que mi piel estaba
cubierta sólo por un vestido vaporoso blanco que solía utilizar para dormir.
Correteaba descalza sobre la nieve y sentía su tibieza entre mis dedos. El
paisaje era sobrecogedor, los edificios se habían convertido en gigantes, en colosos
de hielo, y algunos de ellos ya se habían derrumbado a causa del viento y del
frío, otros ardían en llamas doradas que cubría los alrededores de fina lluvia.
Para mí era el paraíso.
Me
detuve y recordé los motivos de mi salida, debía encontrar comida y quizá algo
de ropa limpia para los niños. Mi anterior yo susurró en mi memoria. Muy cerca
de allí había un supermercado, así que aceleré para llegar lo antes posible.
A penas
pude reconocerlo, el muro de hielo exterior era tan grueso que casi me había pasé
de largo. Acerqué mis manos a la congelada superficie y ésta cedió en tornándose
vapor de agua. Abrí las puertas introduciendo los dedos en la rendija central y
analicé el nuevo espacio en el que me encontraba. Los cadáveres cubrían el
suelo del establecimiento, las cajeras yacían sobre el lector de códigos de
barras, los compradores se habían desplomado por los pasillos, incluso una
mujer había muerto con la cabeza en la nevera de los helados. Me acerqué a uno
de ellos para examinarlo, un hombre adulto de complexión media y con
prominentes entradas, su piel ahora era violeta y una telilla fina cubría sus
ojos abiertos. Habían perecido congelados, eso explicaba por qué no hedía a
muerte en el interior.
Cuando
llegué a la sección de verdura y fruta me alegró comprobar que el frío
conservaba algo más que un montón de cadáveres. Llené un carro con provisiones:
fruta, verdura, pan, cereales, leche, carne, huevos… Incluso algún dulce para
que los niños se premiaran.
De
repente, un calambre cruzó mi vientre y sentí como mi interior rugía rabioso.
Estaba muerta de hambre y la comida que había ingerido no significaba nada para
mi nuevo cuerpo. Mis ojos se posaron sobre una gran pieza de buey congelada en
la nevera de la carnicería, me aproximé con sigilo y la rocé con los dedos adquiriendo
una templanza más que apetecible. Con la sangre cubriendo mis manos, me
abandoné a los instintos que me reclamaban desde hacía días y perdí la
consciencia por unos segundos. Cuando volví en mí, me sentía fuerte y
satisfecha, la sensación de dolor había desaparecido, así como toda la carne
roja del mostrador. ¡¿Cuánto había comido?! Me toqué el vientre y apenas parecía
hinchado.
Salí de
allí espantada por acciones y me arrodillé en la nieve para limpiarme la sangre
que cubría mi rostro, cuello y brazos, aunque el vestido no tenía remedio.
De
nuevo empujé el carrito y busqué la sección textil. Eché al interior algunas
camisetas de colores, pantalones, sudaderas, polares y ropa interior para Tara
y Joel, también algunas piezas para que Lars cambiara su indumentaria, y me
detuve ante un vestidito azul de primavera con estrellas brillantes por todas
partes. Me desnudé en medio del pasillo, busqué mi talla y un espejo de cuerpo
entero. Di un brinco al ver mi reflejo, ¿esa era yo? Mi físico, mis ojos, e
incluso mi pelo habían cambiado. Reseguí con las manos mi cuerpo y recordé las
veces que había deseado algo parecido, por lo visto no sólo había mutado mi
interior.
Satisfecha
por las nuevas adquisiciones, decidí regresar y preparar un festín a mis
compañeros de piso. Empujaba el carro sobre la nieve que se convertía a mi
deseo en una pista de hielo por la que las ruedas patinaban a toda velocidad.
Una risa infantil y cristalina brotó de mis labios en aquel mundo apocalíptico
que me hacía sentir mariposas en el estómago.
Alcé la
vista al cielo y sonreí a las nubes negras de tempestad que sumían a la ciudad
en una noche blanca y muerta. Al bajarla para continuar mi camino, algo me retuvo.
En la ventana de un ático, sentado tras el cristal de la ventana, un hombre me
observaba.