Jueves, 9 de octubre de 2008
En Barcelona
Doy vueltas en la cama. Tío Bernard respira profundamente, en calma, parece que nada le preocupe. Pero fuera, en el salón, escucho los sollozos de un niño. No, un niño no, es Mario quien llora.
Sin despertar a tío Bernard bajo de la cama y salgo del dormitorio entornando la puerta.
Mario, en el sofá, se mueve nervioso, llora llamándola de nuevo. Me siento culpable, nuestra conversación le ha alterado. Me acerco a él, intento calmarle acariciándole la cara. Me agarra y sigue llorando. No sé cómo me ha llamado, no sé qué nombre ha utilizado, pero no me importa y le beso. Su respiración se calma, parece tranquilizarse con mi contacto, pero, de golpe, se despierta.
Me aparto a la vez que incorporándose me pregunta, recriminador, qué hago; pregunta si le he besado, acariciándose los labios con los dedos. Avergonzada, lo niego, pero me ha visto. No puedo dejar que vuelva a pasar, mi relación con tío Bernard no volvió a ser la misma después de lo que ocurrió en el parque y, a pesar de que a Mario le haya besado por cariño y lástima, no lo entenderá.
Ante su mirada me escabullo hasta la cocina. Él me sigue. La oscuridad lo oculta, así no veo sus ojos acusándome.
—No quería molestarte —contesto.
—No me ha molestado... —dice acercándose.
Su cuerpo se mueve lentamente, su torso al descubierto y su cabello oscuro revuelto. Mi corazón se acelera. ¿Por qué me mira así? Una corriente me atraviesa, desde la nuca hasta el vientre, es como si lo recordara de antes, como si ya supiera qué va a ocurrir. Retrocedo, nerviosa, pero mi cuerpo siente el mueble como una barrera, no puedo escaparme de él ni de lo que siento.
—Estabas triste, llorabas y... —le miro fijamente, se acerca cada vez más, lentamente—. No quiero que sufras Mario, no tienes porque estar solo, estoy aquí.
—No te preocupes por mí...
La luz de la luna entra por la ventana e ilumina su rostro desarreglado de ángulos oscuros, sus ojos tristes y dulces.
Aparta un mechón rojo de mi cara y se queda mirándome, como si pudiera atravesarme. Mi corazón palpita con más fuerza, no comprendo su comportamiento, nadie me había tratado así antes, como si me necesitaran de verdad, sin ser un sustitutivo. Acaricio su mano y cierro los ojos, espero a que se acerque más y mi deseo se cumple. Nuestros alientos cálidos se mezclan, su lengua se enreda con la mía. Se aparta confuso.
Es la primera vez que alguien me trata como a un igual. No te defraudaré Mario, no lo haré. Le abrazo con fuerza y, sonriendo, susurro:
—No estamos solos.
La puerta de mi habitación se abre, es tío Bernard. En silencio me alejo de los brazos del hombre que me ha besado en la oscuridad de la noche. Cuando tío Bernard camina con pesadez hacia el baño yo me escurro al interior del dormitorio.
De nuevo entre las sábanas acaricio el lugar donde su ser se ha unido con el mío. Ya no estoy sola, Mario está conmigo.
Tío Bernard se acuesta a mi lado.
—¿Estás bien?
—Sí —respondo feliz.
—¿A dónde habías ido? —pregunta.
—Había tenido una pesadilla, pero ya he despertado.
Cierro los ojos y me acurruco abrazada a la almohada.
(Fragmento enlazado con el nº100 de Mario)