Martes, 30 de septiembre de 2008
En Barcelona
—¿Crees que con esto vale?
Tánit lee las últimas líneas de la hoja y me mira con gesto de reprobación.
—Astrid, tienes que esforzarte más, sino no aprobarás.
—Me da igual —gruño, y me tiro sobre la cama.
Me hago la dura. La verdad es que estoy acojonada, nunca había tenido problemas con los estudios y ahora, ahí estaba ella, mi amiga engañada, dándome clases de repaso, esperando que eso baste.
—¿Por qué vistes así?
Me observa. Una falda a cuadros grises y negros más que mini, diminuta, unas medias de rejilla rotas sujetas con liguero, una camiseta de Iron Miden y la cara maquillada como Marilin Manson.
—¿No te gusta? —Pregunto con un tono que trata de ser amenazador.
—No creo que te pegue, tú no eres así —estudia mi habitación, un sujetador negro asoma bajo la cama, papeles arrugados de mis bocetos por todas partes, lo único que parece en su lugar, siempre ahí, es el libro de El Principito que me regaló tío Bernard.
—¿¡Tu qué sabes de cómo soy?! —exclamo.
—No te pongas a la defensiva conmigo —dice haciendo un poco de pucheros.
Me gustan sus ojos, son claros y sinceros, no esconden nada. Tánit no tiene secretos ni máscaras para mí. Me lanzo sobre ella y la beso en los labios. Tánit retrocede asustada.
—¿Qué pasa? ¿Nunca te has enrollado con una chica? —Yo tampoco lo he hecho, pero sólo quiero que retire lo dicho —. No, ¿verdad? No me conoces de nada Tánit, sino sabrías que si te he invitado a dormir esta noche era para que nos liáramos.
Ella se sonroja. Y su mano derecha tapa su boca, ¿se está acariciando los labios?
Tío Bernard pica a la puerta y la abre con cuidado, supongo que quiere respetar mi intimidad.
—Chicas, la cena está lista —sonríe.
Tánit sigue colorada, no se atreve a mirarle. Yo salgo corriendo de la habitación, un ambiente demasiado extraño se ha creado a partir de mi beso. Sólo era una broma, maldita sea, pero ahora, con su reacción…
—¿Qué hay? —pregunto ya en la cocina.
—¿Qué le pasa a Tánit? ¿Qué le has hecho? —pregunta serio, sirviendo las tortillas de calabacín en los platos.
—¡¿Cómo!? —rujo —¿Por qué narices tendría que haberle hecho algo? Tánit es rara, ¿qué quieres que te diga?
—Astrid, no hables así de tu amiga, ella está aquí para ayudarte, y después de lo de…
Tío Bernard enmudece. Tánit está paralizada ante la puerta de la cocina. Nos mira a los dos.
—Tengo que irme a casa, había olvidado que tenía que hacer una cosa.
Sale por la puerta. Nos quedamos de piedra.
—¡Síguela! —ordena tío Bernard.
—Pero ¿por qué? ¿Si está loca qué quieres que le haga yo?
Su cara ya no es de enfado, sino de tristeza.
—Te quedarás sola.
¿Esa es su respuesta? Maldita sea, ha dado en el clavo.
Una chaqueta y a la calle, a correr buscando a Tánit. La encuentro al poco rato. Ni me oye, está en el limbo. La agarro del hombro.
—Venga, vuelve conmigo, siento lo que he dicho y hecho, era una broma, no quería molestarte.
—Sé lo de Noa.
Me quedo sin aire. Una risa desgarra mi oído, ¿acaso esa sombra está sobre mi? No, soy yo… Yo, ella, eso oscuro que dejó como residuo el extraño, una copia de mi misma, un reflejo malsano que me hace actuar, pensar, errar, error tras error… ¿Estoy de rodillas en el suelo? ¿Qué narices estoy haciendo? Veo los pies de Tánit. Gotas que caen tiñendo de oscuro el asfalto. ¿Son lágrimas o lluvia?
—Pensaba que eras mi amiga. Que lo habías hecho por la relación que te unía a él. Que lo habíais dejado por mí. Pero ya no sé qué pensar —Le cuesta hablar, está llorando, seguro que está llorando —. Astrid, ¿tú quieres a alguien? ¿Sabes qué es querer a alguien?
Levanto la cabeza. Sus ojos rojos, llenos de rabia y a la vez de tristeza y cariño inmerecido, me cuestionan. Ahora sí, las nubes estallan sobre nosotras. Veo el sendero salado de su tristeza desaparecer de sus mejillas, el agua dulce de la lluvia se los lleva, empapando su melena, su ropa, la mía. Desearía que se llevara mis malas acciones y pensamientos con ella.
—Tánit yo… —susurro.
—No creo que hayas querido nunca a nadie —¿No me ha oído? —. ¿Cómo podrías si nadie te ha querido a ti? –Ahora es odio lo que se refleja en su mirada.
—Lo siento.
—Demasiado tarde.
Sí, me había oído.
Se da la vuelta y se echa a andar. Algo en mi interior me impulsa a levantarme. Me dirijo hacia ella, una rabia incontenible me invade. La alcanzo, levanto un puño cerrado, veo que baja…, pero me detengo y la abrazo.
—No… por favor —ruego —. Tánit, no me dejes, por favor.
Ella tiembla, o quizá soy yo. Sigo asiéndola con fuerza, ella no se resiste.
—Astrid, déjame ir —musita —. Sólo quieres que esté contigo para no sentirte sola, no me hagas quererte si no vas a hacerlo tú.
Tiene razón. No es justo, no tengo derecho a retenerla como un comodín, ella se merece mucho más. Mis brazos se aflojan y ella camina, se aleja.
¿El agua está entrando en mí? ¿El río se me lleva? No, es un columpio, me mezo en un columpio, en el árbol del patio de casa. ¿Quién se columpia conmigo? La lengua fuera, el cuello roto, sus pies se balancean. Algo me agarra desde atrás con sus feas manos oscuras de dedos como cuchillas, para el columpio y susurra en mi oído:
—Ahora que él no está, eres mía.