@IsabelDlRio / @miransaya

jueves, 7 de abril de 2011

Astrid, capítulo 56: Demasiado tarde


Martes, 30 de septiembre de 2008

En Barcelona

—¿Crees que con esto vale?

Tánit lee las últimas líneas de la hoja y me mira con gesto de reprobación.

—Astrid, tienes que esforzarte más, sino no aprobarás.

—Me da igual —gruño, y me tiro sobre la cama.

Me hago la dura. La verdad es que estoy acojonada, nunca había tenido problemas con los estudios y ahora, ahí estaba ella, mi amiga engañada, dándome clases de repaso, esperando que eso baste.

—¿Por qué vistes así?

Me observa. Una falda a cuadros grises y negros más que mini, diminuta, unas medias de rejilla rotas sujetas con liguero, una camiseta de Iron Miden y la cara maquillada como Marilin Manson.

—¿No te gusta? —Pregunto con un tono que trata de ser amenazador.

—No creo que te pegue, tú no eres así —estudia mi habitación, un sujetador negro asoma bajo la cama, papeles arrugados de mis bocetos por todas partes, lo único que parece en su lugar, siempre ahí, es el libro de El Principito que me regaló tío Bernard.

—¿¡Tu qué sabes de cómo soy?! —exclamo.

—No te pongas a la defensiva conmigo —dice haciendo un poco de pucheros.

Me gustan sus ojos, son claros y sinceros, no esconden nada. Tánit no tiene secretos ni máscaras para mí. Me lanzo sobre ella y la beso en los labios. Tánit retrocede asustada.

—¿Qué pasa? ¿Nunca te has enrollado con una chica? —Yo tampoco lo he hecho, pero sólo quiero que retire lo dicho —. No, ¿verdad? No me conoces de nada Tánit, sino sabrías que si te he invitado a dormir esta noche era para que nos liáramos.

Ella se sonroja. Y su mano derecha tapa su boca, ¿se está acariciando los labios?

Tío Bernard pica a la puerta y la abre con cuidado, supongo que quiere respetar mi intimidad.

—Chicas, la cena está lista —sonríe.

Tánit sigue colorada, no se atreve a mirarle. Yo salgo corriendo de la habitación, un ambiente demasiado extraño se ha creado a partir de mi beso. Sólo era una broma, maldita sea, pero ahora, con su reacción…

—¿Qué hay? —pregunto ya en la cocina.

—¿Qué le pasa a Tánit? ¿Qué le has hecho? —pregunta serio, sirviendo las tortillas de calabacín en los platos.

—¡¿Cómo!? —rujo —¿Por qué narices tendría que haberle hecho algo? Tánit es rara, ¿qué quieres que te diga?

—Astrid, no hables así de tu amiga, ella está aquí para ayudarte, y después de lo de…

Tío Bernard enmudece. Tánit está paralizada ante la puerta de la cocina. Nos mira a los dos.

—Tengo que irme a casa, había olvidado que tenía que hacer una cosa.

Sale por la puerta. Nos quedamos de piedra.

—¡Síguela! —ordena tío Bernard.

—Pero ¿por qué? ¿Si está loca qué quieres que le haga yo?

Su cara ya no es de enfado, sino de tristeza.

—Te quedarás sola.

¿Esa es su respuesta? Maldita sea, ha dado en el clavo.

Una chaqueta y a la calle, a correr buscando a Tánit. La encuentro al poco rato. Ni me oye, está en el limbo. La agarro del hombro.

—Venga, vuelve conmigo, siento lo que he dicho y hecho, era una broma, no quería molestarte.

—Sé lo de Noa.

Me quedo sin aire. Una risa desgarra mi oído, ¿acaso esa sombra está sobre mi? No, soy yo… Yo, ella, eso oscuro que dejó como residuo el extraño, una copia de mi misma, un reflejo malsano que me hace actuar, pensar, errar, error tras error… ¿Estoy de rodillas en el suelo? ¿Qué narices estoy haciendo? Veo los pies de Tánit. Gotas que caen tiñendo de oscuro el asfalto. ¿Son lágrimas o lluvia?

—Pensaba que eras mi amiga. Que lo habías hecho por la relación que te unía a él. Que lo habíais dejado por mí. Pero ya no sé qué pensar —Le cuesta hablar, está llorando, seguro que está llorando —. Astrid, ¿tú quieres a alguien? ¿Sabes qué es querer a alguien?

Levanto la cabeza. Sus ojos rojos, llenos de rabia y a la vez de tristeza y cariño inmerecido, me cuestionan. Ahora sí, las nubes estallan sobre nosotras. Veo el sendero salado de su tristeza desaparecer de sus mejillas, el agua dulce de la lluvia se los lleva, empapando su melena, su ropa, la mía. Desearía que se llevara mis malas acciones y pensamientos con ella.

—Tánit yo… —susurro.

—No creo que hayas querido nunca a nadie —¿No me ha oído? —. ¿Cómo podrías si nadie te ha querido a ti? –Ahora es odio lo que se refleja en su mirada.

—Lo siento.

—Demasiado tarde.

Sí, me había oído.

Se da la vuelta y se echa a andar. Algo en mi interior me impulsa a levantarme. Me dirijo hacia ella, una rabia incontenible me invade. La alcanzo, levanto un puño cerrado, veo que baja…, pero me detengo y la abrazo.

—No… por favor —ruego —. Tánit, no me dejes, por favor.

Ella tiembla, o quizá soy yo. Sigo asiéndola con fuerza, ella no se resiste.

—Astrid, déjame ir —musita —. Sólo quieres que esté contigo para no sentirte sola, no me hagas quererte si no vas a hacerlo tú.

Tiene razón. No es justo, no tengo derecho a retenerla como un comodín, ella se merece mucho más. Mis brazos se aflojan y ella camina, se aleja.

¿El agua está entrando en mí? ¿El río se me lleva? No, es un columpio, me mezo en un columpio, en el árbol del patio de casa. ¿Quién se columpia conmigo? La lengua fuera, el cuello roto, sus pies se balancean. Algo me agarra desde atrás con sus feas manos oscuras de dedos como cuchillas, para el columpio y susurra en mi oído:

—Ahora que él no está, eres mía.




Astrid, capítulo 55: Deseo


Lunes, 29 de septiembre de 2008

En Barcelona

Un, dos, tres… Los escalones se alargan hacia el infinito. Seis, siete, ocho… Mis piernas son pesadas, un extraño hormigueo sube desde las yemas de mis dedos hacia arriba: mano, muñeca, codo… La cabeza me va a estallar. Algo se clava en mis sienes y oprime mis ojos desde adentro. El ruido de las llaves me atraviesa el cerebro como un filo de hielo. Abro la puerta. La penumbra. Normalmente no caminaría en la oscuridad, muchos dicen que no hay que temerla, que sólo es carencia de luz, pero hay algo más en ella, es palpable, como un cuerpo al que las manos humanas no pudieran llegar, pero algunos ojos desafortunados sí. Dejo mis cosas junto al sofá y continúo por el pasillo. Una voz susurra a mi espalda, sé que es aquella cosa que me persigue, pero por alguna razón no se acerca demasiado, no desde que el extraño estuvo aquí, dejó algo oscuro en mí, algo que temer, aunque yo sólo sienta vacío sé que está ahí.

Me desnudo. La ropa cae al suelo, inerte, sin vida, como el pellejo de un animal. Durante unos segundos que parecen horas la contemplo, algo se retuerce en su interior, un gusano, un engendro retoza entre mi sujetador y mis pantalones. Mi piel se eriza y aparto los pies del montón de ropa. Unos ojos secos me observan lascivos tras el cristal de la puerta del baño. Me miro al espejo. En poco tiempo he cambiado mucho, Tántit dice que estoy creciendo más rápido que las demás y que eso les ocurre a algunas chicas, según su madre es hormonal. Mis dedos recorren mis pechos, acarician mi vientre, mis axilas… Estoy mojada e intento dirigir mis pensamientos hacia los recuerdos que me quedan con Noa, pero no funciona, eso me enfría. Aquella cosa parece reírse de mí tras la puerta. Me repugna, pero a la vez es algo que me hace saber que estoy en casa.

Enciendo el agua caliente. El vaho hace que la habitación parezca irreal, como si una niebla venida de un lejano Londres lo cubriera todo. Entro en la ducha y siento el líquido caliente, casi hirviendo, que enciende mi piel pálida y la enrojece con rapidez. Bajo el chorro me siento libre, como si cualquier pensamiento se fuera por el desagüe, protegida, una pantalla que no deja pasar nada malo. Cierro los ojos y dejo que la calidez me embargue.

La mampapara se corre y al abrir los ojos allí está él, también desnudo. Intento retroceder pero me golpeo contra el grifo. Se acerca y con una mano asiendo mi nuca acerca su boca a la mía, nuestros labios se unen, trato de resistirme, pero ¿por qué lo hago? ¿Acaso no es lo que deseo? Muerdo sus labios y el sonríe, su saliva es dulce y metálica, la sangre se mezcla en mi boca. Sus manos recorren mis caderas incipientes, agarran con fuerza mis muslos y con suavidad me acarician, sus dedos entran en mí mientras gimo y él besa mi cuello, recorre con su lengua mis pezones. Me empuja contra la pared y me eleva con fuerza, ríe y siento su deseo en mi, le siento duro, empujando mientras su cara se pierde en mi piel y mis uñas se clavan en su carne pidiendo más…

La puerta de la calle se cierra y abro los ojos. Apago el grifo y me cubro con la toalla. Al salir del baño el vaho se disipa por el pasillo perfumando todo el piso con el aroma del champú.

—¿Te encuentras mejor? —pregunta tío Bernard.

Yo asiento. Le miro cuando entra en la cocina. Observo los mismos brazos, los mismos labios que hacia un momento me amaban en sueños.




Astrid, capítulo 54: Mechones de sangre


Sábado, 27 de septiembre de 2008

En Barcelona


Días después del concierto, casi semanas después, el sentimiento sigue en mí, igual que la guitarra y la batería aporreando mis oídos a la mañana siguiente. Tío Bernard me observa a escondidas, está empezando a vigilar lo que como y varias veces le he oído hablar por teléfono con Ernesto.

—Se comporta de forma extraña —decía —, me da miedo que se le estén metiendo ideas raras en la cabeza.

Y lo decía como si no fueran raras mis ideas normalmente.

Ante el espejo maquillo mis párpados de negro, las pestañas oscuras y largas, el rostro pálido, la camiseta de Blind Guardian que compré el mismo día…, pero algo falta aún.

—¿Te ha gustado? —preguntó Fernando al salir del concierto.

Lo cierto era que no sabía si lo que me había seducido era la música o el hecho de que allí nadie me viera como a una cría, sino como a una más, que saltaba, gritaba los coros, reía… Incluso me ofrecieron cerveza. Mi maestro de artes marciales cantaba junto a mí, sabía que tío Bernard estaba tranquilo porque pensaba que él cuidaba de mi, pero en esas horas que pasé sudando y moviéndome frenética con la masa de gente que llenaba la sala no me sentí vigilada ni pequeña, era una más, y daba igual que tuviera trece o no.

El color del tinte resbala por mi frente, lo seco con un algodón que rápidamente se empapa del color rojo oscuro. Leo las instrucciones y el tiempo de reposo, me dará tiempo a quitármelo antes de que él vuelva del trabajo.

A la mañana siguiente del concierto una carta a mi nombre descansaba sobre la mesita del café. El remitente estaba en blanco. La abrí en un suspiro y la leí con prisa, pero no llegué a entender su contenido hasta un rato después, o quizá no quería entenderlo.

—Un hermanito… —tío Bernard no parecía saber cómo tomárselo tampoco —. Deberías alegrarte —concluyó después —, tendrás un hermano.

—No será mi hermano —respondí.

Ella quería que le conociera, pero ¿para qué quería que conociera a su nuevo hijo? ¿Al hijo de su nuevo marido? ¿A la familia por la que me había abandonado?

Tío Bernard decía que era por eso que estaba cambiando, se lo explicaba a escondidas a su amigo de Sevilla, pidiéndole consejo.

—Sé que es una adolescente… —respondía —, pero no puede ser bueno que todo lo vea tan negro, me da miedo que termine como su padre.

Como mi padre… Últimamente tío Bernard parecía muy preocupado por ese asunto, especialmente después de la visita del extraño, de su trágica partida, de las pesadillas que me dejó como recuerdo. Tampoco le tranquilizó leer el contenido de las cartas que me escribía con Carbón desde la vuelta de Tenerife. Él parecía saber más de mi padre que su propio hermano y tío Bernard cada día parecía más preocupado, más delgado… Él no necesitaba maquillaje para oscurecer su mirada.

De nuevo ante el espejo los mechones color sangre enmarcan mi rostro, pálido de ojos negros y azules. Oigo las llaves en la puerta. Él llega y al ver la luz en el baño se acerca para saludarme.

—¿Qué te has hecho ahora? —pregunta.

Creo que no le ha gustado el cambio. Ahora por su mente deben pasar miles de ideas: no volver a dejarme ir a ningún concierto con Fernando, cortar mi relación con Carbón, vigilar mis salidas… No dice nada más, yo tampoco le he respondido. Se dirige al teléfono y marca de memoria.

—Hola, ¿Ernesto? Ah, sí, por favor Mario, ¿puedes decirle que se ponga? —Silencio —. Quizá sí sería buena idea que te pasaras por aquí.