Martes, 29 de julio de 2008
En Tenerife, Puerto de la Cruz
El jardín de las orquídeas de la mansión de Litre era uno de los paisajes más usuales en los bocetos de papá.
Tío Bernard aceptó gustoso a llevarme a verlo sin saber cuál era el motivo que me empujaba a querer conocer aquel lugar.
—Te aviso de que el jardín botánico es mucho más grande y bonito, no te desilusiones, ¿eh?
Le dije que sólo quería dibujar un poco y que, seguramente, allí estaría más tranquila, con menos concurrencia.
Una señora rubia y joven, pero de facciones cansadas, embutida en un traje típico canario, nos tendió dos tíkets y un mapa del lugar con unas líneas de historia. Tío Bernard pagó el coste.
Con la cámara en mano se dedicó a fotografiarme con árboles, orquídeas, lagos y bonsáis, de fondo.
—Me gustaría dibujar —comenté intentando apresurar nuestra separación.
—Vale, vale… —sonrió —. Yo iré a tomar un café al bar, allí te espero.
Su figura alta y protectora desapareció por uno de los paseos de piedra rodeado por arcos con flores violeta y carmesí.
Ahora sí, a solas, me atreví a pasear abierta a mi intuición. No recordaba nada de aquel lugar, ¿era posible que mi padre, tras tanto pintarlo, nunca me hubiera llevado?
Entonces, como una revelación, ante mi apareció un pequeño campo de criket alfombrado en verde césped y custodiado por dos dragos centenarios.
—El criket era un juego muy popular en Inglaterra que fue adoptado por las clases altas de Europa… —palabras de mi padre, ¿pero cuándo y con qué objetivo me explicaría aquello? —. Cuando un pirata quería esconder algo valioso, buscaba un terreno seguro y bien señalizado, donde nadie fuera a buscar. Dos palmeras, o una extraña roca podía mostrar el camino y las cruces indicaban el lugar.
Dos dragos, el campo de criket y una piedra bajo mis pies con una cruz surcándola. A diez pasos otra, y otra… Las seguí y me condujeron de nuevo al campo. Algo fallaba en mi razonamiento o le estaba buscando sentido a recuerdos esquemáticos, a la creciente locura de mi padre, a la mía propia.
—Era muy sencillo jugar, sólo se trataba de introducir una bola con un martillo por el arco de metal.
Los arcos. En perpendicular a la cruz central había un arco blanco, justo en medio del paso de los dos dragos. Un lado, otro. Nadie. Me arrodillé en el césped y miré a través del arco, dando la espalda al inicio del juego. Una baldosa pintada con un hombre contemplante apareció en mi campo de visión. Corrí hacia allí. Mi cuaderno, mi bolso, cayeron al suelo. La rodilla derecha se peló en contacto con la fría piedra. Sin motivos golpee el dibujo y la superficie cedió, desplomándose hacia delante. Un hueco oscuro y lleno de telarañas apareció con la boca abierta. Apretando los dientes, con los ojos cerrados, introduje la mano, la muñeca y el antebrazo, hasta el codo, sintiendo la humedad, las pegajosas telas y patitas recorriendo mi piel. Luché por no apartar la mano. Finalmente, di con algo más resbaladizo que el resto. Estiré y lo saqué.
En una bolsa de plástico sucia y embadurnada hallé un sobre. Lo abrí sin esperar, sin recolocar la baldosa. Una carta me esperaba en su interior, las primeras frases de la cual eran:
< Si estás leyendo esto es que no he podido salvarte. Perdóname.>>