@IsabelDlRio / @miransaya

jueves, 9 de junio de 2011

Astrid, capítulo 62: Beso en la oscuridad


Jueves, 9 de octubre de 2008

En Barcelona

Doy vueltas en la cama. Tío Bernard respira profundamente, en calma, parece que nada le preocupe. Pero fuera, en el salón, escucho los sollozos de un niño. No, un niño no, es Mario quien llora.

Sin despertar a tío Bernard bajo de la cama y salgo del dormitorio entornando la puerta.

Mario, en el sofá, se mueve nervioso, llora llamándola de nuevo. Me siento culpable, nuestra conversación le ha alterado. Me acerco a él, intento calmarle acariciándole la cara. Me agarra y sigue llorando. No sé cómo me ha llamado, no sé qué nombre ha utilizado, pero no me importa y le beso. Su respiración se calma, parece tranquilizarse con mi contacto, pero, de golpe, se despierta.

Me aparto a la vez que incorporándose me pregunta, recriminador, qué hago; pregunta si le he besado, acariciándose los labios con los dedos. Avergonzada, lo niego, pero me ha visto. No puedo dejar que vuelva a pasar, mi relación con tío Bernard no volvió a ser la misma después de lo que ocurrió en el parque y, a pesar de que a Mario le haya besado por cariño y lástima, no lo entenderá.

Ante su mirada me escabullo hasta la cocina. Él me sigue. La oscuridad lo oculta, así no veo sus ojos acusándome.

—No quería molestarte —contesto.

—No me ha molestado... —dice acercándose.

Su cuerpo se mueve lentamente, su torso al descubierto y su cabello oscuro revuelto. Mi corazón se acelera. ¿Por qué me mira así? Una corriente me atraviesa, desde la nuca hasta el vientre, es como si lo recordara de antes, como si ya supiera qué va a ocurrir. Retrocedo, nerviosa, pero mi cuerpo siente el mueble como una barrera, no puedo escaparme de él ni de lo que siento.

—Estabas triste, llorabas y... —le miro fijamente, se acerca cada vez más, lentamente—. No quiero que sufras Mario, no tienes porque estar solo, estoy aquí.

—No te preocupes por mí...

La luz de la luna entra por la ventana e ilumina su rostro desarreglado de ángulos oscuros, sus ojos tristes y dulces.

Aparta un mechón rojo de mi cara y se queda mirándome, como si pudiera atravesarme. Mi corazón palpita con más fuerza, no comprendo su comportamiento, nadie me había tratado así antes, como si me necesitaran de verdad, sin ser un sustitutivo. Acaricio su mano y cierro los ojos, espero a que se acerque más y mi deseo se cumple. Nuestros alientos cálidos se mezclan, su lengua se enreda con la mía. Se aparta confuso.

Es la primera vez que alguien me trata como a un igual. No te defraudaré Mario, no lo haré. Le abrazo con fuerza y, sonriendo, susurro:

—No estamos solos.

La puerta de mi habitación se abre, es tío Bernard. En silencio me alejo de los brazos del hombre que me ha besado en la oscuridad de la noche. Cuando tío Bernard camina con pesadez hacia el baño yo me escurro al interior del dormitorio.

De nuevo entre las sábanas acaricio el lugar donde su ser se ha unido con el mío. Ya no estoy sola, Mario está conmigo.

Tío Bernard se acuesta a mi lado.

—¿Estás bien?

—Sí —respondo feliz.

—¿A dónde habías ido? —pregunta.

—Había tenido una pesadilla, pero ya he despertado.

Cierro los ojos y me acurruco abrazada a la almohada.

(Fragmento enlazado con el nº100 de Mario)

Astrid, capítulo 61: Lo siento, Mario


Miércoles, 8 de octubre de 2008

En Barcelona

No se decide, no sabe si quiere ser otoño o verano, todavía seguimos en ese estado de incertidumbre y catarros contagiosos.

Oigo un murmullo y miro de reojo hacia la puerta. La sombra le delata, pero sigue dubitativo, como el tiempo. Me quedo quieta, esperando, prefiero no asustarlo, quiero que entre…, hay algo en él que me resulta cercano, íntimo. Estamos unidos sin quererlo.

Finalmente se decide y se sienta en el borde de la cama, junto a mí, pero a distancia.

—Hola… —dice Mario con voz suave.

Le miro e intento saludarle, pero mi lengua no es libre, ahora no…

—Hola, Astrid… ¿Qué tal? —insiste.

Siento que mi cuerpo se mueve involuntariamente, cruzo las piernas, insinuante, mis muslos y mi liguero quedan al descubierto, pero no puedo avergonzarme, bastante trabajo es para mí contenerme.

—¿Por qué llamas a tu madre en sueños?

¿Por qué narices he hecho esa pregunta? Sí, ya sé, no dejará que tenga una conversación normal con él. Mario me mira sorprendido. Me disculpo, no era mi intención, la verdad es que no quería decir eso, yo sólo… Pero al momento vuelve a ocupar su lugar de adulto y me dice que quiere hablar de mí. Seguramente se lo ha pedido tío Bernard, sería de lo que hablaban antes de que asomara por Babilonia, y ahora le toca el turno al náufrago de ojos brillantes.

Vuelvo a observarle. Tengo la sensación de que el tiempo a mi alrededor pasa más rápido que en mi cabeza, siento mi cuerpo moverse, la voz escapándose de mis labios, contemplo las reacciones de Mario, pero no soy partícipe.

—¿Te pasa algo conmigo? Ni me has mirado en todos estos días.

—Sí te he mirado —respondo.

Claro que le he mirado, él también está marcado. Pensaba que sólo era una marca de nacimiento hasta que vi que no era la única, no sé qué significa, pero él…

—Son lunares… nada más —dice.

—Es algo más que eso —respondo algo exaltada después de mostrarle la forma de pájaro que tengo en un costado.

¿Acaso no se da cuenta? ¿No lo siente? La corriente pasa de mí a él con apenas un roce.

—Lunares, Astrid… No te entiendo.

Quizá sabe aún menos que yo. La señora Valette ya me lo dijo, nuestra edad física no es la misma que la espiritual, quizá aquí soy la niña, pero en otros lugares…

—No importa. Sólo pensaba que quizá… No importa.

Regresa. Siento que regresa. Agarro mi brazo derecho con fuerza para evitar que Mario vea como tiembla. He de contenerlo. No puedo dejar que destruya lo que me une a él, no quiero perderle cuando ni siquiera le he conocido. Me duele el pecho y me cuesta respirar.

—Ese libro… Recuerdo cuando Ernesto lo buscaba para ti.

Miro a mi alrededor, ¿de qué libro me habla? En mi habitación sólo están las lecturas obligatorias del instituto. Entonces lo veo, de tapas coloridas, en las manos fuertes de Mario.

—Ah, El Principito —lo había olvidado, la verdad es que ni siquiera sabía que seguía ahí —. Me lo regaló Ber… —no, Bernard no—, tío Bernard.

Sus ojos se iluminan al mirarlo, quizá porque le gusta, quizá porque se siente atrapado en esta habitación al lado de una niña paranoica y necesita una vía de escape.

Un ruido seco, un papel cae al suelo, el tintineo de una llave, un sobre, un sobre lacrado. La habitación da vueltas, sus garras me tiran para atrás. Me sumerjo en un río de aguas turbias y revueltas. ¿Dónde estoy?¿Papá? El crujido de una rama, el chirrido de las cadenas del columpio. ¿Por qué me haces esto?

—¿Astriiiid? —la voz de Mario suena asustada, casi desesperada.

—Era de mi padre —explico.

Todavía me cuesta respirar. No me ha dejado, sigue apretándome el cuello, pero me ha dado unos segundos, Mario le atrae, sus manos le han rozado y él lo ha percibido. Eso no es bueno.

—¿Qué haces ahí? —escucho.

Parece realmente confuso. Yo ya casi me he acostumbrado a estas cosas, a ser arrastrada como una muñeca de trapo, a hablar sin mis palabras.

Intento mantener a raya lo que me controla cuando le explico cuándo recibí el sobre lacrado, cuando hablamos de Laura, cuando él me confiesa el porqué de sus pesadillas, el porqué de sus llamadas nocturnas a su madre.

El ser me golpea, quiere que calle, no desea que le dé más información. ¿Acaso teme nuestra unión? Mario parece oírle reír por la habitación mientras lucha por volver a controlarme, y a mi ya no me quedan fuerzas.

Mi cuerpo se levanta y se acerca al de Mario, le habla en susurros…

—¿Estabas solo? Demasiado solo…

Mis labios rozan su oreja.

—Yo también estoy sola… Aunque no del todo. Él me obliga a hacer cosas.

Mario me separa bruscamente. Está pálido.

—¿Qué tipo de cosas, Astrid? –ha elevado la voz, casi grita. Doy gracias a que tío Bernard no esté en casa para oírlo.

Y ahora, al fin, lo consigue del todo. Siento que me impide coger aire y sale por mi boca, hiriente, doloroso…

—Para tu madre no eras más que una carga y si ahora vuelve a ti es porque no quiere morir sola —escucho.

Esa es mi voz, pero no soy yo. Por favor, Mario, date cuenta de que no soy yo. Lo siento, oh, cuanto lo siento…

Sigo diciendo cosas que no debería decir, que no debería saber. Él se rompe, sé que le hace daño y, además, está aterrorizado. Su espalda da contra la pared, no sabe qué contestar.

Ojala pudiera contarte la verdad, ojala pudiera arrancarme el corazón y callarle de una vez por todas.

(Fragmento enlazado con el nº99 de Mario)

Astrid, capítulo 60: Una vez más, huyendo


Martes, 7 de octubre de 2008

En Barcelona

Las mañanas ya empiezan a ser frescas, pero con el sol van subiendo las temperaturas hasta resultar nuevamente agobiantes.

Veo a Tánit junto a Noa, esperan a que abran el instituto. No me ven, el resto de compañeros me ocultan al final de la rampa que sube hasta el edificio con aspecto de cárcel juvenil. Retrocedo. Todavía no he vuelto a clase tras el incidente, tras la discusión. Me visitaron en el hospital, es cierto, me lo dijo tío Bernard, pero desde entonces no he vuelto a saber de ellos. Sólo un par de conversaciones telefónicas con Noa para saber cómo estaba, nada más. De repente la mirada de Tánit se cruza con la mía y eso es suficiente para que salga huyendo de allí.

Camino por el barrio, perdida. Por ahora sólo los bares están abiertos, algunos comercios empiezan a desvelarse. ¿Y ahora a dónde voy? No quiero regresar a casa, no deseo quedarme sola, me temo, le temo… ¿Y si fuera a Babilonia? Seguramente allí estén todos, bueno, al menos tío Bernard y el viejo oso. Recibiré una reprimenda, pero no puedo enfrentarme a ella, todavía no.

Efectivamente, la librería está abierta, el cartel de color hueso con el horario de atención al público está con el lado en el que aparece un libro sonriente y despierto contra el cristal del escaparate.

La campanilla japonesa avisa, como siempre, de mi llegada. Las voces del segundo piso se apagan y tío Bernard se asoma. Está colorado, pero no parece sólo del enfado por verme allí en lugar de en clase.

—¿Qué haces aquí? —es lo primero que pregunta al llegar hasta mí, mientras baja las escaleras.

—Pensé que quizá necesitarais mi ayuda, Ernesto no conoce la librería y…

—Astrid —susurra por no gritarme, agarrándome bruscamente el brazo—, hemos hablado de esto muchas veces, no puedes faltar a clase siempre que quieras, tus notas cada vez son peores.

—Por favor…

Él me mira y me agarra la barbilla levantándome el rostro.

—No podemos seguir así —me besa en la frente—. No podemos, Astrid. Esto tiene que terminar. Necesito que seas fuerte, que te enfrentes a la vida.

Menudo sermón. Sé que lo hace porque me quiere, o eso dice Pepito Grillo, pero no puedo aguantar este tipo de charlas. Que enfrente la vida…, que discurso más bonito, puede que él no haya tenido una vida fácil, pero ¿acaso piensa que mi vida simplemente puede encararse y ya está?

—Lo sé —respondo agachando la vista, no quiero que vea que gran parte de lo que digo es mentira—, a partir de mañana iré a clase.

Parece satisfecho. Me peina colocando algunos mechones tras mis orejas.

—Está bien, entonces puedes quedarte, ya sabes qué hay que hacer.

Sube al piso de arriba y oigo como anuncia que estoy allí. Siguen hablando, pero con un tono demasiado alto, como si quisieran que les escuchara, como si intentaran demostrarme que no hablan de mí, y eso me dice qué era lo que estaban haciendo antes de que entrara por la puerta.

(Fragmento enlazado con el nº98 de Mario)

jueves, 2 de junio de 2011