domingo, 22 de mayo de 2011

Astrid, capítulo 59: Observándolo en la noche


Lunes, 6 de octubre de 2008

En Barcelona

No he pasado buena noche. Tío Bernard ha prestado su cama a Ernesto y ha pensado que la mejor solución era dormir conmigo, ¿cómo se le ha ocurrido? Aunque supongo que es normal, es mi tío, ¿qué mal hay?

Su cuerpo, caliente y fuerte, se mueve en sueños, buscando a alguien. Cuando al fin me duermo me despierto de golpe al sentir mi piel contra la suya, demasiado calor para un pijama adecuado.

Todavía de noche me levanto para observarlos. Ernesto ronca profundamente envuelto en las sábanas limpias que Bernard le ha proporcionado. Mario está acurrucado en el sofá, el oso junto a él, casi como una almohada. Me pregunto si estará dormido.

Me siento en la mesita del café y, con los brazos entre mis piernas, me encorvo para estudiarlo mejor. Se mueve y murmura algo. Las sábanas resbalan descubriendo su espalda desnuda. Del pantalón asoman unas marcas, ¿un tatuaje quizá? No, parecen unos lunares, pero forman algo. Mis dedos se acercan y se posan sobre ellos. Siento un calambre que traspasa las yemas de mis dedos y me erizo entera. Me aparto de él, ¿qué ha sido eso?

Vuelve a murmurar algo. Me acerco con cautela, me agacho y recojo mi melena a un lado. ¿Ha dicho mamá? Creo que sí, solloza y llama a su madre. Algo se rompe en mí, algo demasiado cercano.

La puerta de mi dormitorio se abre y veo la sombra de tío Bernard. Me alejo del cuerpo de Mario y hago ver que salgo de la cocina.

—¿Qué haces levantada? —pregunta todavía dormido.

—Tenía sed —respondo entrando en la habitación.

Rascándose la cabeza se dirige al baño.

Vuelvo a meterme en la cama. Todo huele a él, es horrible. Me acurruco en un rincón, donde la oscuridad todavía me oculta, y me cubro con la manta como si fuera una enorme crisálida. Cierro los ojos.

No sé cuánto tiempo ha pasado, pero oigo a tío Bernard y a Mario hablando. Ríen, charlan sobre rutas por la ciudad y toman café. Querría ser una más, poder acercarme y desayunar con ellos. Pero espero, sigo en la oscuridad hasta que la puerta me avisa de que todos se han ido y me he quedado sola con mis pesadillas.

Astrid, capítulo 58: El oso y el náufrago


Domingo, 5 de octubre de 2008

En Barcelona

Tío Bernard me ha pedido que me arregle y me ha arrastrado al metro, trasbordo y hasta Sants Estació. Parece emocionado, nervioso, mira continuamente a la gente que sale de los trenes, aunque parece esperar uno en concreto. Le pregunto a quién busca, pero no contesta. Resoplo, gruño, pero me ignora. Finalmente decido darme por vencida y esperar, al fin y al cabo lo que tenga que llegar llegará.

Veinte minutos y al fin reconoce una cara entre la multitud. Levanta la mano con una gran sonrisa decorando su cara barbuda. Todavía no sé a quién saluda, hay tanta gente que prefiero esconderme tras la fuerte figura de tío Bernard, al menos ahí no me llevará la oleada de gente.

Todos hablan y caminan rápido, la mayoría de las conversaciones no las entiendo, ni me interesan, sólo quiero que nos encuentre “la sorpresa” y poder volver a casa. Rezo porque no sea Alicia.

Un hombre mayor, de aspecto bonachón pero desaliñado, se acerca a tío Bernard y se abrazan. Me recuerda al oso que Noa me regaló en el hospital, el que ahora descansa en el sofá de casa. Un hombre joven lo acompaña, es guapo, pero tal como mira a su alrededor no parece tener muchas luces. Está extasiado con la muchedumbre, sí, seguro, algo que a mí me asquea parece hipnotizarlo.

Hablan entre ellos, creo oír alguna frase en la que está mi nombre. El joven me mira, sus ojos brillan con un recuerdo vacío, un reflejo de algo que yo también soy. Durante un momento estoy a punto de sonreírle, pero una voz en mi mente me hace callar y girar la cabeza a tiempo de ser despeinada. Más frases inconexas y, al rato, tío Bernard me mira fijamente moviendo la boca. De mis labios sale un “Bienvenidos”. Busco los ojos del nuevo extraño, ese joven que no relaciono con peluches ni con fotografías viejas, intento pedirle ayuda, pero él me obliga a esbozar una sonrisa y parece que todo acaba ahí. Tío Bernard les indica hacia dónde tenemos que ir y me coge la mano.

Cabizbaja, camino entre la multitud y observo los andares de los nuevos visitantes. El viejo oso Ernesto y el joven náufrago Mario. Sí, un náufrago, eso me parece.

Subimos las escaleras mecánicas en parejas, tío Bernard va delante, habla con su viejo amigo, no les presto atención. Cerca de mí siento a Mario, su mano roza sin querer la mía y arranca un chillido a lo que hay en mi interior, ¿ha sido dolor o placer? Miro a aquél que ha perdido su navío y, efectivamente, su mirada está perdida, quizá por eso le guste la gente, todavía busca su pasaje a la felicidad, aunque el pobre no sabe que personas como nosotros no lo encontramos tan fácilmente.

(Fragmento enlazado con el nº96 de Mario)

Astrid, capítulo 57: Control


Jueves, 2 de octubre de 2008

En Barcelona

Despierto en un lugar extraño. Ventanas que dan a un mundo oscuro. Paredes blancas con puertas blancas, sábanas blancas y un goteo incesante que se interna en mis venas.

Tío Bernard lee un libro sentado en una silla que no parece demasiado cómoda, cerca de la cama.

—Mmm… —murmuro.

Me duele la cabeza y parece que las palabras no quieran salir. Las pienso, resuenan en mi mente, pero mi lengua y mis labios no colaboran.

—Astrid, ¿estás despierta? —pregunta tío Bernard, deja caer el libro al suelo.

Sale rápidamente al pasillo, veo que grita, pero no le oigo, sólo puedo centrar mi atención en el ruido sordo que ha dejado el libro rebotando entre las paredes albas.

Una mujer de bata blanca, como el resto del lugar, examina mis ojos con una linterna. Me aparto, la luz me duele.

—Es normal. Fotosensibilidad, pronto se le pasará.

Susurra algunas cosas más a tío Bernard antes de salir, después él regresa.

—¿Dónde? —consigo balbucir.

—En el hospital, Astrid.

Miro el cielo del exterior, casi nocturno. Sólo recuerdo la cara de Tánit al alejarse; mi única amiga dejándome. Aparto la cara de la mirada de tío Bernard. Siento como ellas, delatoras, ruedan templadas y saladas por mis mejillas.

—Tánit pasó aquí la noche, estaba preocupada —dice él.

A veces pienso que lee mis pensamientos.

—Noa también ha pasado por aquí, ese oso es de su parte.

Un bicho peludo, marrón y de sonrisa bonachona, descansa sobre un objeto alargado y blanco que hace de mesilla.

—¿Cuánto? —pregunto.

—Llevas aquí desde la otra noche, unas 48h —responde.

—El examen…

—Tranquila, tu amiga le explicó lo sucedido a los profesores, cuando estés mejor podrás examinarte.

¿Mi amiga? ¿Tánit? ¿Cómo es posible que siga preocupándose por mí?

Estiro los brazos en el aire, como una tortuga que no puede darse la vuelta. Tío Bernard se acerca para ayudarme, pero le abrazo y rompo a llorar. Me duele el pecho. ¿Es el corazón? ¿Los pulmones? Es mi interior que se retuerce de tristeza. Ella continúa ahí a pesar de todo lo que le he hecho. Lo sabe y sigue conmigo. Mi respiración es entrecortada, la camisa azul de tío Bernard cada vez está más mojada.

—Venga mujer, no te pongas así, podrás aprobar el examen —ríe.

Él sabe que no lloro por eso, pero intenta alegrarme, quiere que vea que el mundo es mejor de cómo lo pinto, ¿verdad?

Levanto la vista. Debo de estar patética. Los ojos colorados, los mocos colgando, y sin poder decir una frase entera. Tío Bernard me da un beso en la frente y otro muy suave en los labios. Dejo de llorar.

—Todo irá bien —dice.

Entonces recuerdo la librería. Si él está conmigo, ¿qué ocurre con el negocio?

—¿Babilonia?

—La señora Valette, Blanca y Noa se encargan de la tienda. No te preocupes tanto. Además, pronto tendremos una ayudita extra –comenta.

Supongo que mi cara no puede empeorar, pero él ha visto algo.

—Una sorpresa, ya lo verás —responde a mis gestos.

Al fin me siento con fuerzas para soltarle. Mi espalda reposa contra la almohada. Miro el esparadrapo que cubre la aguja insertada en mi brazo.

—Es suero, nada más. Te diste un fuerte golpe en la cabeza al caer, pero ya estás bien, lo peor ha pasado. Tendremos que pasar aquí esta noche, en observación —comenta—, pero mañana te darán el alta, ya verás.

—No me caí… —susurro.

Tío Bernard se sienta a mi lado en la silla incómoda de la habitación blanca.

—¿Qué ocurrió? Tánit dijo que discutisteis y que al rato de estar caminando oyó un fuerte golpe y, al girarse, estabas en el suelo, sangrando —señala con el dedo mi cabeza.

La estudio con mis dedos, está vendada.

—No… ¿Rapada?

Sus carcajadas resuenan en la habitación.

—¿Sólo te preocupa eso? Entonces te encuentras bien—se rasca la barba de dos días, dudo que haya salido de aquí desde el accidente—. Tenías una fea herida en el lateral derecho, pero te dieron unos puntos y listo. Tan guapa como siempre.

Sonrío, sus piropos me hacen sonreír.

—Entonces, ¿qué ocurrió, Astrid? Dices que no caíste.

—No recuerdo —digo, cada vez puedo hablar de forma más fluida—. Tánit se iba, un columpio y… —sus palabras vuelven a mi mente como una amenaza—. No sé qué ocurrió —miento.

Sí sé que ocurrió. Él me lo hizo, quiere demostrarme que es más fuerte que yo, que puede dominarme, mis actos, mis movimientos, cualquier cosa que diga o haga, por eso a penas puedo hablar… Sigue aquí.

Recuerdo a mi padre, asustado, ese era el sentimiento que no reconocía en su mirada el día en que se ahorcó, el miedo. Sabía que algo se acercaba, conocía las consecuencias de su control, y para protegernos se quitó la vida. Ahora me persigue a mí, y tío Bernard no puede entenderlo, al fin y al cabo no es mi verdadero tío, tiene que ver con la familia.

—¿Qué le pasó a la familia de papá? —la pregunta surge de mí como si alguien hubiera puesto a reproducir un casete en mi garganta.

Tío Bernard palidece, pero rápidamente recupera la compostura.

—Bueno, ya lo sabes, ya sabes que les pasó a los abuelos —contesta sin responderme.

—No a esa familia.

No, yo no haría estas preguntas, no las haría. Cállate, por favor, no sigas.

—Tú no eres mi tío, no eres de mi sangre, pregunto por mi verdadera familia.

Él no responde, sólo baja la mirada, le ha dolido y lo sé. Cállate. ¡Cállate!

—¿Por qué me alejas de ti? Yo no soy tu sobrina, no se lo diría a nadie, sería nuestro secreto…

Se ha levantado, ha desaparecido por el pasillo. Una risita aguda perfora mis oídos.

—Márchate —imploro.

—No iré a ningún lado, mi niña. Nunca me iré.