Jueves, 3 de julio de 2008
En Barcelona (21.30h)
He pasado unos días vagando de forma caótica. Desde que el extraño se cruzó en mi camino es como si algo de su interior, una de esas sombras que jugaban con sus rizados mechones, me hubiera poseído. Su frialdad, su pasión, sus pesadillas…, parecen haberme invadido como cuando ves una película y te metes demasiado en el papel del protagonista.
El entrenamiento me ha ido bien. Sudar y pegar golpes me ha relajado, aunque me haya desollado los nudillos de la mano derecha. Fernando me ha reñido por no tener cuidado y después me ha curado con cariño; me ha recordado a tío Bernard.
Oigo la campanilla al otro lado de la calle; es demasiado tarde para que esté cerrando. ¡No es posible que se haya vuelto a quedar haciendo inventario!
Veo una coleta rubia, casi dorada, balanceándose en la oscuridad de Babilonia. Con cautela me acerco a la puerta y fisgoneo. Contra una de las librerías tío Bernard levanta la camiseta de Alicia, su diestra se pierde bajo su sujetador de encaje negro, su siniestra entre sus muslos, sólo cubiertos por una fina línea de tela que finge ser una falda. Le besa el cuello. Ella mira hacia la puerta. Creo que me ha visto. Sonríe y le baja la bragueta. Mi corazón se desboca. Mi espalda choca contra el muro y quedo sólo iluminada por una farola parpadeante. La oigo gemir.
Salgo corriendo hacia casa, pero cuando llego a la puerta me quedo paralizada. No puedo soportar volver a olerla en su piel, no después de lo que he visto. Sus labios la besaban y él… Él ahora está dentro de ella, es suyo. Apoyada en la puerta vomito.
Mareada, empiezo a vagar de nuevo por las calles. Los recuerdos del extraño…, una voz en francés me atormenta; ahora sí desearía ahogarme.
—Hola, ¿qué haces por aquí? —Noa me sonríe todo repeinado.
—No lo sé —respondo.
—Iba a ver a Tánit —explica.
Es cierto, lo había olvidado, él también. Ahora Noa sale con Tánit.
Ningún pensamiento. Sólo un impulso. Supervivencia. Algo a lo que aferrarme antes de terminar como mi padre. Mis brazos rodean su cuello y le beso con pasión. Él me aparta con repugnancia. ¿Será el sabor de mi boca?
—Astrid, no puedo engañarla —murmura, más como un aviso para sí mismo que un intento de frenarme.
Es mi amiga, lo sé, pero no me importa. El momento salvaje y hambriento es lo que me mueve, debo devorar la vida mientras me quede suficiente locura para desearlo.
—Llévame a casa —susurro sensualmente a su oído —, quiero ser tuya.
Le muerdo el lóbulo izquierdo.
Tánit ya no existe, sólo Astrid, y a pesar de la traición, mientras Noa me desnuda y siento un dolor punzante en mis entrañas, sólo puedo pensar en el momento en que llegue Bernard.