Miércoles, 2 de Julio del 2008
En Barcelona
El agua oprime mi pecho. Muevo mis brazos en un baile frenético y macabro buscando una salida, una gruta por la cual escapar del laberinto transparente y vidrioso que me mantiene apresada. Estoy llorando, pero mis lágrimas saladas se mezclan con el torrente dulce, arrebatándome la tristeza; no quiero irme, aún no…
Ya no queda más aire que expulsar. Tampoco puedo renovarlo. Si doy una bocanada, será el líquido helado el que llene mis pulmones. Y entonces él aparece ante mí: un niño, un hombre, una figura cambiante en bucles de tiempo. Sus rizos de avellana se balancean en calma con las aguas, mientras sus ojos me conducen a la oscuridad del río, a una oscuridad cálida y amenazadora. Sus manos de marfil toman mi rostro y sus labios acarician los míos. Recuerdo los besos de mi padre antes de dormir. Así son: tiernos, amables… Besos llenos de cariño. Cuando se aparta sonríe, pero entonces cambia y su gesto se vuelve atroz, demasiado siniestro.
Abro la boca en un grito ahogado, mudo e inundado.
—¡Astrid! ¿Qué ocurre? —Grita tío Bernard subiendo las escaleras de Babilonia.
Ante mí un lienzo, un espejo en sombras del secreto de un desconocido.